... porque todo lo devora. Su insaciable capacidad de alimentarse es el inicio del miedo a cuanto comestible pase por su lado. Desde bebé las mamilas de sus teteros fueron arrancadas de tajo: ñac-ñac-ñac. La elasticidad del plástico dúctil semejando el pezón de su madre cedía ante sus fuertes encías, por ello nunca la amamantó, pues temía a esa clara vorágine de proporciones épicas en plena expansión. Cuca, oriunda de Orense, terminó viviendo en algún pueblo del Caribe que le impedía utilizar su nombre de pila por impúdico y provocador. Sólo en casa los abuelos la llamaban así, puesto que para el resto del mundo era Fernanda. Los amigos más allegados le decían Cuca Fernanda, pero siempre en son de broma pues no debían revelar su secreto. El único retoño que la vida le permitió fue Cuquita —diminutivo siempre atribuible a los abuelos— y por una extraña razón no aplicable a los cuentos, no le dieron un segundo nombre con qué paliar las desventuras de su bisílabo onomástico. Así que siempre fue Cu-qui-ta.
Pic by me
En el jardín de infancia los demás bebés no se le acercaban porque temían ser tragados. Bajo ninguna circunstancia Cuquita debía pasar hambre, sea lo que fuese —o quien fuese— el soporte alimenticio. Los abuelos en ello siempre fueron muy estrictos. Su plato favorito eran las patatas fritas pero con el tiempo y la madurez, este gusto cambiaría por diversos tipos de carne. Nada hacía más feliz a la niña que llegar a casa y sentir el grato aroma de la comida recién hecha, humeante y servida en el pocillo de cincuenta onzas exclusivo para su alimentación. Su exagerado peso fue siempre una gran ventaja desde que llegó al mundo, ya que gracias a ello tuvo que apañárselas para caminar pronto. No había espalda que soportara semejante quilate —aunque de piedra preciosa nada tuviera—, ni bíceps de macho inflado por los esteroides que no sucumbiera a su poderío. Era simétrica, circularmente perfecta. Una beba muy mona, redonda a decir verdad, pero un verdadero canto a la geometría de Baldor.De niña, su juego preferido era el de indios contra vaqueros. Danzaba alrededor de sus víctimas amarradas espalda contra espalda, simulando que la carne asada, que ya llegaba a su término medio, eran los brazos de los incautos párvulos que se anotaron en el equipo de John Wayne. Con la palma de su mano tamborileaba sobre su boca creando un llamado ancestral, subía y baja su torso hacia el cielo, hacia la tierra, hacia el cielo, hacia la tierra... Hasta que llegaba el momento crucial de su ritual y antes de engullir a sus vaqueros, engolando su voz en un esfuerzo pueril aunque auténtico por simular la voz de un fuerte indio Piel Roja, les decía con arrogancia: “Cuquita no pasar hambre”. Acto seguido hincaba su dentadura de leche en el primer brazo que se le atravesara provocando más lágrimas que sangre. En varias ocasiones Cuca tuvo que asistir al cole por las salvajadas de Cuquita.
Sus abuelos siempre la complacían en todo, más aún cuando venía con alguna nota que le recriminara cierta destemplanza en el colegio. Total, un tajo de piel se restituye rápido. Los niños son fuertes y sanos —decían—, qué gilipollez —remataban. Sucumbían ante los caprichos de la niña, de la única nieta que la vida les había regalado y si en algo no tenían freno, era en darle toda la comida que quisiera y los libros infantiles que también se devoraba: a veces con los ojos y otras tantas con... Todo es cuestión de perspectiva. Uno de sus cuentos favoritos era “El queso y la luna”. Ver la hermosa ilustración del blanquecino satélite le hacía salivar horrores. Y de las páginas del libro saltaba al amplio balcón de su casa y cerrando los ojos, imaginaba que le arrancaba un tajo a la luna dejándole tan sólo un miserable resto a la noche.
Ya en la adolescencia a Cuquita se le despertó otro tipo de apetito. Su madre, siempre atenta a las nuevas apetencias de su hija, empezó por ofrecerle suculentas e ignotas exquisiteces gastronómicas, pero la de ella iba más allá del paladar, de la tráquea, del esófago, del estómago y de las vísceras enmarañadas. Iba dirigida en dirección a ese nuevo rostro lanudo y hambriento que de la noche a la mañana se le apareció en el bajo vientre. Pero no todo es oscuro, puesto que el desarrollo le asentó bien a su corporeidad. Ahora era más ovaloide que circular y esto era ventajoso. Se aproximaba a la clásica forma de hembra-humana que cualquiera sabe reconocer en la calle. Entendió que el hambre como concepto comienza a cambiar de perspectiva a medida que avanzan los años; que las necesidades estomacales pueden dejarse a un lado cuando el apetito cambia de rubro y de órgano sensorial.
Ya no era aquella Cuquita emparentada con el hula-hoop, no; se había espigado y era llamativa como la que más, toda una mujer de buen ver. Una tía rebuena, de escandalosas y llamativas formas. Haciéndose la vista gorda de las prominentes pantorrillas de futbolista, era un verdadero hembrón. Y claro, habrá quien se pase por el forro esta última descripción. Se casó, llegó a tener una vida acomodada y a concebir un par de críos. Ella sería la encargada de romper esa cadena de nombres, pues si ella era Cuquita, ¿cómo llamaría a su hija? Diminutivo tras diminutivo sería ridículo: ¿Cuquitita, Minicuqui? ¡Por Dios! La llamó Sandra, a su hijo Norberto y a tomar... Coca-Cola en el desierto.
Llegaron así las broncas maritales. Empezó a ver para los lados y a sentir hambruna por otros candidatos de la especie; a sentir el cosquilleo cuando algún osado profería llamativas frases de conquista y desfachatada adulación. Ya se había despachado al padre de sus hijos sin mayor remordimiento, pues como Cuquita no pasa hambre, aplicó con destreza de orfebre el refrán de al rey muerto, rey puesto. Check mate y a tomar otra vez... Adquirió la poderosa habilidad, no se sabe si hormonal o extra sensorial, de transformar a los hombres en una suerte de cheques andantes sobre dos patas, y dependiendo de su fluctuación financiera, los transfiguraba en comensales de su propia ingenuidad. ¡Vamos Cuqui, que pa’ luego es tarde! Se arengaba a sí misma cuando la duda la asaltaba. Obrar bien o mal no era su prioridad, ni se gastaba el más mínimo pensamiento en ello. Con tal de no pasar hambre… ¡Venga!
En la postrimería de los días, su dilema iba más allá del pan y la carne. Había conseguido todo lo que se proponía en la vida y aún así se consideraba desdichada. Su autoestima era un barómetro que medía las nostalgias atrincheradas en su cuerpo —particularmente en sus prominentes grupas—, con los éxitos de su ex esposo, que por pequeños que fueran, ella los convertía en un Nobel, un Grammy o un Pulitzer, lo que le causaba un profundo resquemor que terminaba por descargarlo en la nevera. En fin, su conflicto personal era con la tierra que ahora se la tragaría después de muerta, y allí, sólo allí, Cuquita pasaría hambre —a excepción de los gusanos.