Revista Ciencia

Curar, cuidar, y el tiempo

Por Davidsaparicio @Psyciencia

Hace unos días acompañe a un viejo y querido amigo, enfermero él, a hacer unos trámites en la escuela de enfermería en donde da clases, y en el transcurso del tiempo burocrático nos pusimos a conversar con la gente de la dirección de la carrera. La enfermería es una profesión fascinante y frecuentemente infravalorada (hasta hace poco, en la Ciudad de Buenos Aires ni siquiera se la consideraba como una profesión de la salud sino como administrativa), y durante la conversación me señalaron una distinción que es bastante popular en el ámbito: si la medicina es el arte de curar, en cambio la enfermería es el arte de cuidar.

Esto es, si la primera se ocupa principalmente de llevar a cabo acciones al servicio de la resolución de enfermedades y dolencias, la segunda se ocupa más bien de atender a las necesidades y la calidad de vida en general de la persona. Por supuesto, la división no es tajante ni excluyente –curar involucra en cierto grado cuidar y viceversa. No son conceptos excluyentes sino meramente distintos, que sirven para identificar –no para oponer– los centros gravitatorios específicos de cada una de esas profesiones. El curar señala una dimensión más bien instrumental, de despliegue de técnicas y recursos al servicio de restablecer la salud, mientras que el cuidar tiene que ver con una dimensión más vinculada con la atención a la calidad y condiciones de vida en general de la persona que está en un sistema de salud, más allá del tratamiento de la dolencia específica que se presentare.

El cuidado involucra una dimensión ética particular, diferente de la ética más instrumental que asociaríamos más a las acciones del curar. En palabras de Irene Comins Mingol en su excelente Filosofía del cuidar (Icaria, 2009): “la ética del cuidado nos recuerda la obligación moral de no abandonar, de no girar la cabeza ante las necesidades de los demás” (p.52). Mientras que la ética de curar pertenece a una dimensión más bien objetiva, instrumental, la del cuidado “es radicalmente intersubjetiva, toma como punto de partida las necesidades de los otros, su interpelación, aunque esta sea silenciosa (…) Para cuidarnos unos a otros debemos conocernos y así saber qué necesitamos” (p.22).

Comins Mingol utiliza una analogía que podemos parafrasear para ilustrar la relación entre curar y cuidar: “la ética del cuidado (…) trata de darle un contenido, darle color al dibujo. Si es la línea del dibujo; el cuidado, el amor y la ternura dan color a ese dibujo. Y eso no le quita ni pizca de importancia ya que muchas veces es el color el que nos deja percibir el dibujo mientras las líneas en blanco y negro nos confunden y lo esconden” (p.53).

Curar y cuidar pueden ubicarse a lo largo de la misma línea conceptual que distingue razón y emoción, objetivo y subjetivo, universal y particular, etc. –dicotomías gastadas y completamente inútiles si se utilizan para separar y excluir, pero que pueden provechosamente utilizarse para identificar ámbitos vitales que involucran competencias y fines distintos aunque complementarios y tender puentes entre ellos.

Ahora bien, probablemente se estén preguntando por qué demonios estoy yo escribiendo sobre estos temas en este lugar. La respuesta es que creo que esa distinción entre curar y cuidar puede servir para arrojar algo de luz sobre algunas cuestiones de la psicología clínica. Para esto tenemos que tomar ambos términos en su sentido más amplio, a lo largo de esa línea de demarcación que acabo de señalar –especialmente con el concepto de curar, que tiene en psicología su propia historia. Pero si distendemos un poco la precisión del término, hay algunas intelecciones interesantes que hacer.

Si hacemos eso, podemos notar algo interesante en la relación que esos conceptos tienen con nuestra disciplina. La medicina tiene su eje en el curar, la enfermería en el cuidar, pero con la psicología pasa algo curioso.

Por un lado, la psicología clínica claramente se ocupa del curar, es decir, del despliegue instrumental de técnicas y recursos para el tratamiento de los problemas psicológicos. La mayoría de los modelos en psicología se ocupan ante todo del abordaje y resolución de varias formas de sufrimiento psicológico (como sea que se las defina), por distintos caminos conceptuales y procedimentales. Pero por otro lado, también se ocupa del cuidar, de las acciones que no se enfocan tanto en resolver sino más bien en brindar acompañamiento y apoyo a la persona que sufre. Claro está, no es el mismo tipo de cuidados que brinda la enfermería, pero sí hay acciones clínicas que no están dirigidas directamente a resolver sino más bien a acompañar, acciones que se salen del estricto resolver.

Cabe aquí una aclaración: podríamos pensar que curar y cuidar coinciden con cambio y aceptación o cambio y validación, tal como se las cataloga en ACT, DBT o terapias similares, pero creo que hay una sutil pero importante diferencia: si bien hay un paralelo entre curar y el cambio conductual, aceptación y validación son también en buena medida acciones instrumentales, que en última instancia se despliegan para favorecer algún tipo de cambio –por eso se trata de herramientas técnicas que ocupan un lugar definido dentro de los tratamientos. Cuidar, por su parte, sigue una lógica no instrumental, del cuidado como forma fundamental de relación con otro ser humano que sufre.

Ambos aspectos son inseparables, pero una terapia psicológica puede en cada momento determinado hacer hincapié en uno u otro según las circunstancias específicas que se estén atravesando. En el tratamiento de una fobia simple sin otras complicaciones, por ejemplo, quizá cobre preminencia el aspecto de curar, el despliegue instrumental de técnicas y procedimientos al servicio de un cambio conductual determinado. En el caso de un paciente atravesando un duelo, en cambio, probablemente ocupe un lugar destacado el cuidar, el acompañamiento empático en una situación que no se resuelve sino que más bien se transita, por decirlo de alguna manera.

Pero repito, es meramente una cuestión de énfasis variable, ya que ambos aspectos son inseparables y complementarios. El curar involucra atender a la calidad de vida de la persona, y el cuidar se ve potenciado por consideraciones técnicas precisas, no es meramente un “les traigo amor” –también a cuidar se aprende.

Mi punto hoy es que con que con frecuencia los tratamientos descuidan uno u otro aspecto, y eso se trata de algo problemático, aunque con implicaciones diferentes según el aspecto descuidado. Permítanme elaborar, si no tienen nada mejor que hacer.

Curar sin cuidar, cuidar sin curar

No es raro encontrarse con tratamientos que se ocupan solo de los aspectos instrumentales y técnicos del tratamiento, dejando de lado la atención global a las circunstancias y calidad de vida de la persona.

Si me permiten un ejemplo personal, hace varios años empecé una terapia para lidiar con una situación personal difícil, y cuando en una ocasión, luego de un par de meses de sesiones, le pedí a mi terapeuta algo de contención y apoyo adicional durante una crisis puntual que estaba atravesando, el doctor me respondió que aún no había decidido si me iba a tomar como paciente. Por supuesto, decidí que no lo iba a tomar como terapeuta.

El asunto es que técnicamente el terapeuta no estaba haciendo algo incorrecto: estaba siguiendo lo que su marco teórico le indicaba como apropiado (que el marco teórico valiese dos pesos o no, es algo que no viene al caso aquí). Es decir, se ocupó exclusivamente del curar, de los aspectos técnicos instrumentales del tratamiento relacionados con el motivo de consulta. Lo que faltó fue la dimensión del cuidar, de la atención a las circunstancias y calidad de vida de la persona que está enfrente.

Dicho de otra forma, curar sin cuidar nos lleva a ocuparnos sólo de los aspectos directamente relacionados con el trastorno o problema psicológico en cuestión, dejando de lado a la persona y su contexto vital general. Esto nos puede llevar a la situación que describe el viejo chiste: “la operación fue un éxito, pero el paciente murió”.

Por otro lado están los tratamientos en los cuales el énfasis está puesto casi exclusivamente sobre el aspecto del cuidado, del sostén y acompañamiento emocional general, pero sin ocuparse de manera directa de llevar a cabo acciones para resolver trastorno o problema psicológico que la paciente trajera a consulta. Creo que no es necesario explayarse demasiado sobre las consecuencias negativas de esto. Cuando una terapia sólo brinda cuidados y sostén emocional, habiendo formas efectivas de abordar el motivo de consulta, se producen varias consecuencias indeseables.

En primer lugar está el perjuicio directo que ocasiona el problema en cuestión que permanece sin resolverse. Por ejemplo, una persona con agorafobia que recibe un tratamiento psicológico que no se ocupa de resolver la situación continuará teniendo una vida severamente limitada, e incluso pueden aparecer nuevas complicaciones derivadas de la persistencia de la situación –depresión, pérdida de contacto social, desempleo, etc.

En segundo lugar, cuando un tratamiento no funciona para aquello para lo cual es requerido, es de esperar que las personas comiencen a buscar otras opciones que pueden ser inefectivas o acarrear efectos secundarios indeseables: medicación, remedios caseros, terapias alternativas, etc. No parece descabellado conjeturar que el desmesurado consumo de psicofármacos que se verifica actualmente sería menor si las personas dispusieran de un fácil acceso a tratamientos psicológicos efectivos. Pero si ir a terapia no cambia aquello que las personas quieren cambiar, el resto de las opciones serán más atractivas.

Se le hace un flaco favor a la profesión cuando se populariza que ir a terapia es sólo ir a hablar y recibir alguna frase ingeniosa o explicación efectista, sin que involucre el aprendizaje de nuevas habilidades y formas de abordar los problemas concretos que movilizan la consulta. Un tratamiento psicológico involucra una inversión de tiempo, energía, y dinero, que merece ser honrada de la mejor manera posible.

Quisiera señalar que no creo que estos desbalances de curar y cuidar, en una u otra de sus variedades, sea algo ligado exclusivamente a los modelos teóricos particulares que guían la terapia –aunque por supuesto, juegan un papel destacado. Algunas terapias enfatizan un poco más el resolver, otras el acompañar. No creo que esto sea un problema, en tanto haya disposición y flexibilidad para enfocarse en uno u otro aspecto según sea necesario. Creo que el problema surge cuando, por el motivo que fuese, una terapia se queda estancada en uno de ellos. Más concretamente creo que los modelos teóricos no determinan sino que influencian uno u otro énfasis, junto con la participación del contexto social, económico, y cultural en que transcurre la terapia.

A continuación querría ocuparme de explorar algunas implicaciones de estas ideas en el campo de las terapias basadas en evidencias.

Cuidar y el tiempo

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Photo by Oladimeji Ajegbile on Pexels.com

En las últimas décadas –hablo aquí de Argentina en particular– ha sido posible apreciar un interés creciente en terapias efectivas. Uso esta expresión en sentido amplio, denominando aquellos procederes clínicos que se ocupan un poco más deliberada y metódicamente de resolver aquello que lleva a las personas a consulta, y que usualmente cuentan con algún tipo de evidencia controlada como respaldo.

Cada vez hay más terapeutas que trabajan con este tipo de intervenciones, cada vez hay más estudiantes de psicología que demandan actualizaciones en los planes de estudio para incluirlas, y cada vez hay más personas que acuden a consulta pidiendo específicamente intervenciones de este tipo. El proceso no carece de altibajos y dificultades a resolver, pero la tendencia es bastante clara, señalando un cambio de aires en la psicoterapia.

Una idea estrechamente asociada a esta tendencia es la de la brevedad. Se solicitan y ofrecen intervenciones que sean efectivas en lapsos de tiempo que resulten accesibles para los pacientes –meses o años, ya no lustros, décadas o simplemente un tiempo indeterminado. Intervenciones breves, protocolos de tiempo previamente estipulado, resultados rápidos, se han convertido en parte corriente del intercambio clínico.

Frente a esta idea es fácil adoptar una actitud desdeñosa y criticar la prisa capitalista, el acento en los resultados, el frenesí del mundo de hoy. Efectivamente es fácil y tentador, en tanto no sea uno quien está pagando los honorarios –no he escuchado jamás a ningún paciente quejarse de que su terapia le haya funcionado en un lapso de tiempo demasiado breve. La verdad es que cuando una persona acude a consulta por un problema psicológico concreto –no hablemos de exploración personal, sino de problemas que suponen riesgo de vida o limitaciones severas a la persona que las padece– tiene el derecho a recibir una atención que se ocupe de ello de la manera más efectiva y duradera posible según lo que indica el estado del arte en la disciplina. Es posible que una intervención cuya efectividad no ha sido rigurosamente evaluada funcione eventualmente, pero eso es apostar con dinero ajeno, y es cosa de mal criollo.

De manera que, por mi parte, apoyo la tendencia de que las terapias sean tan breves y efectivas como sea posible, y que se ocupen de los problemas psicológicos particulares que las personas llevan a consulta.

Pero (por supuesto que se venía un pero).

Es fácil que el anhelo por la brevedad y efectividad se transformen en una exigencia respecto a dichas cualidades. En clases y supervisiones, he escuchado colegas jóvenes preocupados por un tratamiento que no parece avanzar después de cinco o seis sesiones, o por síntomas que están llevando demasiado tiempo. Esto muchas veces goza de respaldo institucional: conozco varias instituciones que imponen a sus terapeutas un límite arbitrario y uniforme de sesiones de trabajo, sin importar el motivo de consulta de que se tratare.

Mi punto es que con frecuencia esa prisa está solamente del lado de los terapeutas. Las terapias deben ser tan breves como sea posible, pero no más. No más de lo que los pacientes piden y necesitan. Y aquí podemos volver a los conceptos de curar y cuidar. La presión instrumental por los resultados, por el curar, no debe arrollar y pasar por alto el cuidar (podría hacer un juego de palabras con “des-cuidar”, pero si en algún momento sustituyo los argumentos por esos recursos, tienen mi permiso para pegarme un martillazo en las rodillas).

Cuando nos enfocamos sólo en el curar perdemos una parte importante de nuestra profesión, el cuidar, el acompañar, el ocuparnos por la calidad de vida y las circunstancias particulares de la persona que tenemos enfrente. El cuidado es contextual, situado, ya que mientras un trastorno o problema psicológico puede tener características generales, las necesidades de la persona son particulares, atadas inextricablemente a las circunstancias específicas que la persona está atravesando.

El cuidar requiere de un tiempo que no puede ser acelerado. Comins Mingol apunta: “El tiempo es necesario para nuestra capacidad comunicativa, detener la velocidad y dedicar todo el tiempo necesario es la base del diálogo (…) Pero no sólo para dialogar, también para escuchar. Escuchar con el interés de comprender al otro y ponerse en su lugar. Fuente del auténtico diálogo, no es amigo de prisas ni estrés. Cuando dialogamos con prisas tratamos al otro como un medio, no escuchamos sus palabras, sólo nos interesan las nuestras (…) El tiempo es la clave fundamental que garantiza una escucha de calidad, sincera, volcada en el otro y no sólo en sí mismo. Es de hecho la primera destreza que requiere la capacidad de la escucha” (op.cit., p. 166).

Por supuesto, no estoy proponiendo aquí abandonar intervenciones efectivas, prender un sahumerio y encomendarnos a los astros. Estoy intentando señalar que nuestra disciplina es un bote de dos remos, y olvidar cualquiera de ellos puede impedirnos avanzar.

Sé que las limitaciones y exigencias son reales, determinadas por los sistemas de salud y por las posibilidades de cada caso. Pero creo que hay que tener cuidado de no apresurarse más allá de lo necesario. Como mencioné, muchas veces nuestras prisas ni siquiera son compartidas por los propios pacientes, que preferirían en cierto grado hacer espacio a otros aspectos que van más allá del motivo de consulta. Y el punto es que escuchar y ocuparnos de ello no es irresponsable, sino que es parte de nuestra profesión. Curar y cuidar.

La buena noticia es que en los últimos años cada vez más los modelos de psicoterapia se ocupan del contexto vital ampliado de las personas que consultan. En lugar de enfocarse exclusivamente en diagnósticos y trastornos, vemos terapias que se enfocan en valores, en los procesos relacionados calidad de vida, y desde allí se abordan los fenómenos que la deterioran. Cada vez más las terapias, sin perder el foco en los problemas específicos y su abordaje, incorporan los procesos interpersonales de conexión, la calidez. En cierto modo, incorporan una dimensión de cuidado, y diría incluso de ternura –palabra que puede sonar un poco discordante en ámbitos académicos, pero que creo que viene haciendo bastante falta en nuestras interacciones sociales. Incluso el foco creciente en el consentimiento informado es parte central de ello, ya que implica tratar al otro como un interlocutor válido que es partícipe activo en la psicoterapia, con sus posibilidades y necesidades, en lugar de un componente pasivo que acata indicaciones sin explicaciones ni permisos.

En la medida en que podamos ser efectivos sin perder la dimensión humana estaremos realmente en el ámbito propio de nuestra profesión. Curar y cuidar. Ser efectivos y precisos en el curar, y ejercitar paciencia y ternura en el cuidar. Nos hemos deslizado problemáticamente en una u otra dirección. Viene siendo tiempo de recordarnos de usar ambas manos al trabajar.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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