Daniel Ortega, en la inauguración del nuevo estadio de béisbol en Managua, el pasado octubre. JORGE TORRES EFE
JUAN JESÚS AZNAREZ
Daniel Ortega fue marxista, cristiano de pacotilla y quebrantó los 10 mandamientos de la ley de Dios, pero cuando le convino fraguó una alianza con la curia de Nicaragua, se casó por la Iglesia con su amante, suele rezar en los mítines, y aquí paz y después gloria: votos religiosos y una presidencia de Gobierno casi vitalicia. La fórmula es viable en sociedades políticamente analfabetas e institucionalmente subdesarrolladas. Ese personalismo totalitario tiene fecha de caducidad en México, porque no existe la reelección y, por ende, la acumulación de mandatos.
Aunque no pueda ser presidente para siempre, el populista Andrés Manuel López Obrador, favorito en las encuestas previas a las generales de julio, ambiciona serlo, al menos durante seis años. Será su tercer intento. Para conseguirlo, ensaya una demagogia parecida a la consolidada por Ortega: se asoció con el conservador Partido Encuentro Social, defensor de la familia tradicional y activista contra el aborto, situado en la antípoda ideológica del movimiento del exalcalde, el izquierdista Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), que faena en los caladeros de la blasfemia y el credo. Completa la arribista alianza el Partido del Trabajo, que resume su programa en una arenga: ¡Todo el poder al Pueblo!
La confluencia pudiera ser virtuosa si enriqueciera la convivencia y la aceptación de la diversidad, pero no cuando se trata de embauques electorales, como los urdidos por Ortega en Nicaragua, y López Obrador en México, dispuestos a aliarse con Dios y con el diablo, sin importar el engaño al elector y la colusión de creencias y programas,
Las retóricas alusiones al amor, la libertad y la Biblia del exalcalde son tan hipócritas como irritantes sus circunloquios cuando se le apremia una opinión clara sobre el aborto, las bodas gais y la legalización de marihuana. No quiere contestar. “Eso hay que preguntárselo a la ciudadanía”. Es la ambigüedad que pretende ocupar espacios, la tramposa sofisticación del pasado priista. El elector necesitado de elementos de juicio sobre esas tres cuestiones, no los obtendrá del candidato. El juego de palabras, en entrevistas y comparecencias públicas, la manipulación del crédulo, no son de ahora. Son señas de identidad de López Obrador, al menos desde las elecciones de 2012.
El intenso ciclo electoral registrado en América Latina estabiliza sus democracias, pero exhibe también sus carencias, entre ellas las alianzas incompatibles, de coyuntura. La fragmentación de los parlamentos como consecuencia del debilitamiento de los partidos tradicionales y el surgimiento de nuevas formaciones, la mayoría camufladas derivaciones de aquellos, obligan al consenso para abordar las reformas estructurales exigidas por el subcontinente. Venezuela es capítulo aparte porque sus reformas solo buscan la perpetuación del poder político chavista.
La atomización de los parlamentos puede ser tanto un problema como una oportunidad para irradiar moralidad y decencia desde las cámaras, señalar imposturas y atemperar los presidencialismos caudillistas. En suma, para promover el hábito de la discusión, el consenso y el sentido de Estado.
Fuente de información: elpais.com/elpais/2018/04/09/opinion/1523287152_194498.html