De entrada hay unos requisitos comerciales: audiencia prioritariamente infantil, pero también atractiva para los adultos acompañantes; canciones y números musicales; sentido del humor suave al estilo Pixar (tontito pero con una pizca de ironía, para no ofender a nadie y complacer a todas las edades); fantasía desbordada y, por tanto, profusión de efectos digitales explícitamente propiciados por el guión... En cuanto al guión, salvo los must have mencionados, pues no es imprescindible que haya un historia potente detrás (basta con recopilar aquí y allá elementos, personajes, situaciones y/o ambientes prestados de obras bien conocidas: Oliver Twist, Annie...). Lo que sí es altamente recomendable es que los protagonistas caigan bien (el principal acierto del filme). Al tratarse de un precuela, la película que el público tiene en mente como marco mental es, inevitablemente Charlie y la fábrica de chocolate (2005) de Tim Burton, pero podría ser también la adaptación de una versión anterior --Un mundo de fantasía (1971)-- o el propio original literario de Roald Dahl, publicado en 1964--, así que lo lógico sería esperar que la historia encajase todas o algunas piezas del relato con sus predecesoras temporales y/o sucesoras argumentales, por coherencia, por un simple juego diegético para crear saga cinematográfica. Pero no es así. Y es que Wonka (2023) no se siente obligada en absoluto a incorporar nada de la trágica infancia del maestro chocolatero imaginada por Burton, marcada por un terrorífico padre dentista ciertamente conectado con el que interpretó Laurence Olivier en Marathon man (1976). Nada de esto, ni siquiera cualquier atisbo de secuela por unos sucesos que ni se nombran pero podríamos imaginar integrados en el personaje de Wonka (brillantemente interpretado por Timothée Chalamet, que supera con nota los diferentes registros que exige la historia), asoma ni se deduce en ningún plano, situación o diálogo de la película de Paul King.
La cosa es que, desde el minuto uno, se nota que su director se ha sacudido de encima toda responsabilidad respecto al universo creado por Burton, y que lo que le preocupa es hacer una película brillante, divertida, deslumbrante, comercial, complaciente. El primer acierto: el propio Wonka, con la dosis justa de ingenuidad infantil, fina ironía y sensibilidad encantadora; y que Chalamet clava en todos los aspectos. A modo de comparsas, una galería de secundarios muy bien escogidos y perfilados que sirven de contrapunto en cada escena (los amigos de Wonka, los villanos ridículos pero desopilantes por caracterización y réplicas) y tenues referencias formales a otras películas (bastantes planos frontales me recordaban inevitablemente a Wes Anderson). Todo ello espolvoreado --ya que la película va de recetas chocolateras-- con unas cuantas canciones y números musicales sencillos pero vistosos, en la más pura tradición clásica, y unos pocos gags ciertamente originales. Pero sobre todo, sobre todo, el principal mérito de la película es el ritmo impecable: sin dramatismos ni monólogos descaradamente enfatizados, sin detalles que ralenticen la historia o desplieguen subramas inútiles. La narración, siempre directa al grano, brincando de un suceso a otro sin remilgos ni temor a dejar a nadie del público atrás. Y si aun así, alguien se pierde, pues que disfrute de los efectos digitales (una ciudad ideal recreada a partir de joyas arquitectónicas europeas), la música o del apetitoso chocolate que lo inunda todo.
En definitiva, un filme que no es redondo, pero que encandila --incluso a los escépticos como yo-- por su apreciable nivel en casi todos los aspectos. Quizá del éxito de esta estudiada fórmula comercial dependerá que haya o no una nueva precuela que deje la historia del ingenuo Wonka en el momento en el que la tomó Burton. De momento, vale la pena dejarse llevar por un cine escapista que no deja un regusto ñoño ante el exceso de azúcar ni un leve poso de amargor ante un espectáculo previsible a todas luces, porque el camino no se hace largo ni pesado.