Siempre había desconfiado de las personas que iban los domingos al gimnasio. A veces las veía, huyendo de sí mismas, corriendo sobre la cinta estática cuando iba al cine. Podía ver su sudor y soledad mientras una iba tan ricamente en pareja a ver el estreno de moda. Siempre pensó que eran parias sociales, que no tenían amigos. Pero no. Lo sabe de buena tinta porque ahora es uno de ellos.
Es más cómodo, no está masificado y puede apurar la semana, trabajar mejor y disfrutar de familiares y amigos. La Purga de Benito, oiga. Lo que le sorprende era que ella, en su error, esperaba ver a muchos hombres.
Ejecutivos agresivos que se inmolaban como ofrendas humanas al dios de la Oficina entre semana y que, en el tiempo del descanso, le regateaban tiempo a la legítima para darle al músculo. Al bíceps, dice. Pero no.
En domingo son las mujeres las que son legión. A veces, incluso, las mismas que acuden a machacarse de lunes a viernes. Mujeres normales, en la cuarentena, que se engañan diciendo que acuden para estar mejor. Para ellas. Cuando van al gimnasio para estar mejor para sus amigas. Para la vecina. Para que los amigos de su pareja.
La presión de las mujeres reales -por el bombardeo de mallas reductoras, de complementos de efecto óptico y cremas milagro- es insufrible. Comentando la jugada con una de sus mejores amigas que trabajó durante años en cardiología no podían hacer otra cosa sino reír. Al hacerles la ficha a las nuevas pacientes llegaba la pregunta incómoda sobre el peso. Y las mujeres indefectiblemente tenían una historia argumentadísima para su excusa.
Cuando llegaba el turno de los hombres, éstos respondían sin ambages con un rotundo: “No lo sé. La última vez que me pesé fue en la mili. Y de eso hace más de 30 años”. Nada que añadir. Bueno sí. Hay que joderse.
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