Revista Cine
En À nos amours (A nuestros amores, 1983), de Maurice Pialat, tardío representante de la nouvelle vague, Suzanne (Sandrine Bonnaire) es una joven a la que vemos representar una escena teatral, jugar a ser otra, en el verano que marcará el fin de su inocencia, el despertar de su cuerpo. De su padres (Maurice Pialat y Evelyne Ker), polacos emigrantes que mezclan en una misma habitación las agujas y cueros de las prendas que confeccionan con los platos y situaciones cotidianas, y su hermano Robert (Dominique Besnehard), joven aspirante a escritor, recibe más golpes, gritos, reproches y zarandeos que muestras de cariño y atenciones, castigos que ella, contestaria y perdida, no esta dispuesta a dejar sin respuesta. Suzanne buscará el afecto no recibido a través del amor, saltando de cama en cama, mezclando sensualidad con sexualidad, huyendo tanto de su entorno como de si misma. La cuestión en la vida parece reducirse a amar o ser amada. No hay más allá. La aventurera Suzanne, autora de la lapidaria “sólo soy feliz cuando estoy con un tío” dará paso a la desdichada que ha comprendido que nunca se sentirá completa, que la infelicidad la acompañará allá donde vaya.
Encerrando a sus disfuncionales personajes en un apartamento-taller parisino siempre atestado, de paredes tentaculares de las que nadie escapa, Maurice Pialat coloca la cámara con vocación entomológica, mostrando las acciones y reacciones sin entrar en juicios, aunque su irrupción en la pantalla te hace sentir la incomodidad del voyeur que puede participar del curso de los acontecimientos con sólo desearlo, del escritor que maneja los hilos a su antojo como único conocedor que es de lo que vendrá. Es el director al ser actor y desaparecer en mitad de la trama el que condena a entenderse a la troupe. El espectador, cuando termina la proyección, lamenta no haber podido modificar el guión y hacer feliz a Suzanne.
En medio de la incomprensión y el autoritarismo, de más histeria que besos, pese a lo podríamos presuponer al leer su título, Sandrine Bonnaire, que debutaba como protagonista con una rotundidad pocas veces vista, le regaló a Pialat, apasionado vocacional del arte como demuestra en sus comentarios sobre el Picasso pirápico -el crítico hermano de su nuera no es sino él fuera de cuadro-, una escena llena de talento y frescura, la del hoyuelo sonriente, y que desconocemos si tuvo su replica en, o fue respuesta a, la bofetada que el director propinó a la indefensa mujer/actriz.
Van Gogh (1991), retrato de los días finales del pintor, fue señalada en su estreno por la crítica como la obra maestra del director francés. Se equivocaban en la elección del artículo: olvidaban a À nos amours.
À nos amours (A nuestros amores, 1983)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detalla 1 título de M. Pialat: Loulou (1980).