Revista Cine
Un joven estudiante, David(VladimirCruz), ve como su amada contrae matrimonio con otro hombre. Desengañado, deambula por la ciudad y es abordado en la terraza de una heladería por un descarado homosexual, Diego (Jorge Perrugorría). A lo largo de los meses, y tras insalvables barreras, un abrazo sellará su amistad.
Resumido así el argumento de la película, y situada la acción en cualquier megalópolis moderna, podría pasar por una comedia ligera de temática gay, o, exagerándolo, por queer cinema, pero trasladado a La Habana del desencanto castrista, la de majestuosos edificios coloniales de paredes desconchadas y murales de proclamas, a la ciudad donde todo el mundo se pasa la vida pensando en el sexo, acomodando al estudiante en la Facultad de Ciencias Políticas como marxista de firmes convicciones, materialista dialéctico, y al arrebatado asaltador como un tipo de cultura refinada (se deleita escuchando a Maria Callas, Benny Moré, Ignacio Cervantes; leyendo a Vargas Llosa, Donne, Kavafis; preparando cenas lezamianas de agridulce plato final), creyente (realiza ofrendas a los orishas); problemático con el sistema (admira a Marilyn; brinda con la bebida del enemigo; ayuda a preparar una exposición de irreverentes esculturas), pareja de imposible entendimiento con el contrapunto de una otoñal vecina, Nancy (Mirta Ibarra), gorrioncito con tendencias suicidas, vigilanta de la escalera de vecinos donde se encuentran los dos amigos -el apartamento de David: La Guarida –, posicionando los hechos en un marco represor, peligroso, frustrante, como es el caso de Fresa y chocolate (1994), podemos hablar de cine de ideas, de ideas sociopolíticas, las opiniones que no se pueden permitir los estados totalitarios cuando no son coincidentes.
Rodada por Tomás Gutiérrez Alea, el autor más importante del ICAIC, con la ayuda de su amigo Juan Carlos Tabío, delegación impuesta por la gravedad del cáncer que sólo le permitiría rodar otra título, Guantanamera (1995), rodada por el revolucionario incómodo en que se convirtió Titón, nos hallamos además, pero no sólo, ante una esforzada comprensión del discurso a contracorriente. Los ecos antonionianos (la despedida en el muelle de David y la amante que nunca poseyó), almodovarianos (la bendita locura de la soledad que sufre la vecina, maravillosa interpretación de la compañera del realizador sexagenario), wilderianos (cuando Diego reprocha a David que “el único defecto que tienes es que no eres maricón”, este le responde que “nadie es perfecto”), los trazos documentalistas, la elipsis de la triunfante camisa agitada en el balcón, son la marca de un director de fuste, admirado en la intimidad de las salas pequeñas, en esta ocasión también en las grandes, capaz de colar a la censura frases como “¡viva el comunismo democrático!” en medio de una disparatada conversación o de deslizar el orgullo de ser cubano a pesar de los errores de la Revolución.
Fresa y chocolate, en donde se reprimen los sentimientos, el deseo, el pensamiento libre, no es un film acerca de la homofobia en la Cuba castrista, según opinó parte de la crítica, o sobre la tolerancia, según el incómodo Gutiérrez Alea y Senel Paz, autor de los cuentos que sirvieron de base, es un tratado sobre la amistad. Una amistad que bien puede comenzar tomando un helado en Coppelia -¿de fresa habiendo chocolate?-, y llevarte a olvidar las diferencias de pensamiento, las intromisiones de la maquinaria estatal en los quehaceres diarios.
Fresa y chocolate (1994)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detalla 1 título de T. Gutiérrez Alea: Memorias del subdesarrollo (1968). No se detallan títulos de J. C. Tabío.