Revista Cine
Se tiende a escribir con frecuencia que la película más relevante sobre el sistema judicial es To kill a mockingbird (Matar a un ruiseñor, 1962), de Robert Mulligan. Se hace con reiteración, pero también con ligereza, pues la notable cinta basada en la sobresaliente novela gótica de Harper Lee es más una mirada sureña a la inocencia con fondo racial que un estudio con el inmortal Atticus Finch en su centro gravitatorio. En realidad es otro compañero de Robert Mulligan y la TV generation, el lógico movimiento que insufló de liberalismo al cine norteamericano -ese grupo de directores del que forman parte: Schafnner, Rosenberg, Ritt, George Roy Hill, Ralph Nelson, Fiedler Cook, Delbert Mann, Pollack, Arthur Penn, Pakula, Frankenheimer, Delbert Mann...-, quien más victorioso salió de su acercamiento al mundo de las leyes y la justicia. Y lo hizo por partida doble. Se trata de Sidney Lumet, que en 12 angry men (Doce hombre sin piedad, 1957) enseñaba la trastienda de una sentencia dictada por un jurado popular y en The verdict (Veredicto final, 1982) se atrevía con un pormenorizado estudio de la persecución y defensa de la verdad.
Para alcanzar con The verdict la perfección de la legalidad filmada por segunda vez, Lumet se sirvió de un abogado llamado Frank Galvin (Paul Newman), decadente, canoso, aficionado a despertarse con resaca, que se empecinaba en luchar contra la archidiócesis de Boston y el gabinete del todopoderoso Ed Concannon (James Mason) en el caso “Deborah Ann Kaye contra el hospital santa Catalina y los doctores Robert S. Towner y Sheldon F. Mark”. Ayudado por un fiel y antiguo socio, Mickey Morrissey (Jack Warden), y Laura Fischer (Charlotte Rampling), su última conquista en la barra de un bar, Frankie buscará los testigos necesarios, como el doctor Thompson (Joe Seneca), afroamericano y jubilado con afición a los pleitos, para demostrar que una mujer que fue a tener su tercer hijo al Sta. Catalina lleva cuatro años en estado vegetativo por una mala administración de la anestesia, para conseguir una victoria sobre Goliat, que más allá de la indemnización, le haga remontar el vuelo. Y ello lo hará aun con el poco aprecio de la hermana y el cuñado de la víctima -el esposo la abandonó con los pequeños meses atrás-; del juez Hoyle (Milo O'Shea), que se encarga con reiteración y ahínco de ponerle todo tipo de trabas legales, y de la mujer en la que había depositado todas sus esperanzas. Con testigo de última hora y un final desolador en la victoria, Frankie, exhausto en su sillón, ahora con un café en la mano -¿renunciará a las jarras de cervezas con huevo, a las rondas de whisky y chistes con los amigos del bar, a las partidas de pinball?, ¿necesitará más colirio y spray bucal para disimular los estragos etílicos?- escucha el timbre del teléfono una y otra vez: no tiene necesidad de descolgarlo para descubrir la identidad que el espectador ve.
El caso del error médico de The verdict se disfruta con la lentitud que Frankie no concede a sus tragos balsámicos y empaña la pantalla de una nebulosa que hace que olvides que no es nada más que cine, la adaptación de un best seller de Barry Reed, letrado en su día a día, por parte de David Mamet, toda un garantía de solvencia cuando se habla de conspiraciones, astucias y malas artes. Buena culpa de la embriaguez la tienen ese guión; la contención de acción y la ausencia de sonidos estridentes y toda banda sonora superflua; la fotografía de Andrzej Bartkowiak, que se distancia de los personajes en las acciones al aire libre y crea una bruma alcohólica en las interiores; la latente omnipresencia eclesiástica y unas actuaciones soberbias, entre las que es justo destacar la figura ajada, y el azul intenso, de un Paul Newman que, si siempre cumplió, aquí hubo más de uno que vio la interpretación que justificaba toda una vida. Personaje que resolvió con una comprensión y delicadeza magistral tras ser rechazado por Robert Redford: un error que se transformó en un regalo inesperado de quien sin duda fue su gran amigo dentro y fuera del oficio.
Es The verdict la última vez que un film de jueces y abogados, de tribunales y sospechosos, de esos en los que te planteas si hemos de creer en la justicia o en la ley, no vino acompañado de carreras imposibles, disparos atronadores e increíbles giros de guión. Y lo hizo con un regusto amargo, con la rabia contenida que traen los números escritos en los cheques que compran el silencio de los traidores, sabiendo que la medicina no está administrada por seres infalibles, que la iglesia y la caridad son justamente necesarias pero no necesariamente justas, que la dignidad está por encima de toda vida. Que, gracias a Lumet y Newman, no hemos contemplado un caso, sino El Caso.
The verdict (Veredicto final, 1982)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 4 títulos de S. Lumet: 12 angry men (Doce hombres sin piedad, 1957); Serpico (1973); Dog day afternoon (Tarde de perros, 1975)* y Network (Network, un mundo implacable, 1976).
* En el libro aparece con el título original de Dogs day afternoon.