Revista Cine
Entusiasta lector y fiel y celebrado adaptador de las exquisitas prosas de Henry James y E. M. Forster, es sin embargo con su traslado fílmico de la novela de un joven y prometedor contemporáneo que James Ivory alcanza la más alta cota de refinamiento y perfección de su obra fílmica. Con Los restos del día, premio Booker de 1989, ambientado en el verano de 1956 y la evocación que hace su protagonista de su propia vida a finales del periodo de entreguerras y, sobre todo, su adaptación, The remains of the day (Lo que queda del día, 1993), el británico de origen nipón Kazuo Ishiguro fue catapultado al éxito y el cine se rindió no sólo ante él y la maestría del refinado autor norteamericano, sino ante dos de los más aplaudidos intérpretes del cine de aquellos días: Sir Philip Antonhy Hopkins y Emma Thompson. El galés y la londinense entregarían en aquella primera mitad de los años 90 un buen número de excelentes, soberbias, interpretaciones. Recordemos: The silence of the lambs (El silencio de los corderos, 1991), Bram Stoker's Dracula (Drácula, de Bram Stoker, 1992), Shadowlands (Tierras de penumbra, 1993) y Richard Nixon en Nixon (1995), por el lado masculino, y Peter's friends (Los amigos de Peter, 1992), Much ado about nothing (Mucho ruido y pocas nueces, 1993), In the name of the father (En el nombre del padre, 1993) y Dora Carrington en Carrington (1995), por el femenino, aparte de su coincidencia, muy premiada, en el anterior trabajo de Ivory: Howards End (Regreso a Howards End, 1992) y la que nos ocupa.
Ambientada en la campiña inglesa y con una espectacular mansión en el epicentro de la trama -al igual que sucediera dos años antes en Howards End, tenemos una edificación en torno a la que giran los hechos: remarquemos que entre los estudios del director se encuentran los de Arquitectura-, Ivory volvió a contar con la pareja protagonista de aquella: estaba claro, vista las estupendas caracterizaciones de la narración de E. M. Forster, que la apuesta era sobre seguro y serían meros pero (in)creíbles sirvientes donde antes eran clase acomodada y rentista -cuesta hoy imaginarse a Angelica Huston, Meryl Streep o Jeremy Irons, nombres que en su día aparecieron como posibles, en esos trajes-. Ahora, un acaudalado norteamericano, el senador Jack Lewis (Christopher Reeve -otro viejo conocido de Ivory-), compra en subasta pública Darlington Hall, lugar a punto de ser derruido, nido de la vergüenza según los tabloides por haber acogido durante 1936 una conferencia privada, a la que Lewis asistió como representante estadounidense, acerca de la conveniencia o no de enfrentarse al poderío germano, un decisión que bien pudo cambiar escribir la Historia y que fue presidida por Lord Darlington (James Fox), un clásico caballero inglés, decente y bienintencionado, propietario de la finca. Ahora, dos décadas después, el mayordomo Stevens (A. Hopkins), fiel y eterno sirviente de la mansión, se toma unas pequeñas vacaciones tras recibir una carta de una antigua ama de llaves de memoria prodigiosa, Miss Kenton (E. Thompson), invitándole a visitarla, recordándonos así la relación de timideces, incapacidades, pequeñas disputas y casamiento por despecho que hubo lugar en tiempos preconvulsos, de cuando la obligación del servicio se anteponía a la adversidad y lo personal no debía aflorar ni ser una lastimosa carga para el señor. Llena de personajes singulares y episodios maravillosos, como el de las dos chicas llamadas a formar parte de la sección de limpieza por ser alemanas y posteriormente despedidas por ser judías; la decadencia del señor Reeves (Peter Vaughan), William, padre de Reeves; el ahijado del aristócrata, Reginald Cardinal (Hugh Grant), periodista que las labores de secretario ponen en mitad del escenario en la reunión celebrada con presencia extranjera y, la “casualidad” en la siguiente, mucho más privada y decisiva, joven que no llega a conocer las maravillas de la naturaleza de boca del encargado de misión tan mundana; los sirvientes que anteponen la felicidad de la familia a la carrera..., cuando el señor Stevens recorra su camino, conduciendo el viejo Daimler prestado por su extrovertido nuevo amo, hacia la zona costera, donde reside en una casa de huéspedes Miss Kenton, perdón, Mrs. Benn, renegará de su pasado, usurpará la identidad del señor al que siempre atendió con vocación y descubrirá que la vida ha pasado, que no tiene derecho, o sí, pero no osadía, para ocupar un sillón que no supo ganar en su día, y que la penumbra de su habitación, el placer de leer otra ñoña novela romántica o beber un sorbo de un vino caro y hurtado de la bodega de la casa serán su compañía hasta el día del adiós definitivo. Un día de una época que, definitivamente, no será la suya.
En The remains of the day, heredera directa de las intrigas y cuitas del domicilio de los Bellamy en el 165 de Eaton Place en la serie televisiva Arriba y abajo, el deber está muy por encima de la vida personal y la privacidad no puede ser invadida con ninguna excusa (magnífica la escena de la mujer que quiere, necesita, saber de las costumbres del hombre en su guarida). Tampoco el trabajo debe ser interrumpido (igual de magnífica la petición del consentimiento para cerrarle los ojos a Stevens, William). Y esa es la tragedia del mayordomo Stevens, James: sabe ejercer tan bien su labor, que cuando esté en la sala ésta parezca aún más vacía, que se borra de toda escena de la vida misma, escribiendo una historia romántica y otoñal, de dignidades, despedidas sin beso y destinatarios que saben que el autobús no espera a que cese la lluvia -el libro esta trazado con la caligrafía de él, lo que le lleva a gastar flema pero no ser duro consigo mismo: el film, onmisciente, es mucho más cruel-, en la que todo el plantel se entregó sin miramientos en una obra que perdura en las memorias. Como la de Hugh Grant que diría, años y fama después, que es su mejor interpretación: cierto, en las cuatro o cinco escenas dibuja al nuevo e intrépido inglés que ve los peligros del nazismo más allá de toda la consideración hacia el pueblo germano por las duras sanciones impuestas en el Tratado de Versailles o por querer honrar la memoria de un antiguo amigo por un señor que no fue sino otro peón en el juego. El único descontento con el resultado parece que fue Harold Pinter, que adaptó la obra para el productor, y también director, Mike Nichols, y el futuro Nobel mandaría a la Columbia que borrase su nombre de la lista de créditos.
La relación entre el cine e Ishiguro se prolongó durante meses, siendo invitado como jurado al festival de Cannes de 1994, y aún años después con el director: le escribiría el guión de The white countess (La condesa rusa, 2006), historia ambientada en la Shànghǎi de 1930 con Ralph Fiennes y la malograda Natasha Richardson de protagonistas, con resultado desigual. Algo perdonable en el caso del autor, de Ivory: estaríamos perdidos sin The remains of the day.
The remains of the day (Lo que queda del día, 1993)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detalla 1 título de J. Ivory: A room with a view (Una habitación con vistas, 1985)*.* En el libro aparece datado en 1986.En GENERACIÓN PERDIDA 2.0 se detalla 1 título más de J. Ivory: Howards End (Regreso a Howards End, 1992; +DE 1001 FILMS: 1011).