
Desde los créditos iniciales se percibe que esta serie B escrita y dirigida por Samuel Fuller va a romper las costuras de esta estrecha categoría cinematográfica determinada por lo ajustado de sus presupuestos y la necesaria brevedad de los planes de rodaje: el anuncio del reparto y del personal técnico principal, acompañado de la música de Harry Sukman, se subraya con las evoluciones de un lienzo en el que se plasma progresivamente, del esbozo a lápiz al colorista resultado final, el retrato de una mujer oriental ataviada con el kimono del título, justo antes de que, tras el último crédito, un suave movimiento de cámara acerque nuestra mirada a la esquina inferior derecha del cuadro para que una mano surja de la nada y firme su autoría con un pincel, «Chris». Esta pintura cobra especial importancia en la primera secuencia: nada más concluir uno de sus números, Sugar Torch (Gloria Pall), una bailarina de striptease (o de estriptís, en español, según la RAE), es tiroteada en su camerino de un local de la Main Street de Los Ángeles; el cuadro recibe uno de los impactos, pero ella logra escapar y salir del local, aunque las heridas hacen que caiga abatida entre el abundante tráfico de la avenida. Del caso se encargan el sargento detective Bancroft (Glenn Corbett) y el detective Kojaku (James Shigeta), un nisei (japoneses nacidos en segunda generación en un país distinto de Japón), antiguos camaradas de armas en la guerra cuya estrecha amistad llega al punto de que comparten piso en un edificio próximo a la jefatura donde se alojan muchos policías. Las dos pistas que siguen -por un lado, la asesinada estaba preparando un nuevo número, más serio de lo común en su profesión, en el que un samurái y un karateca se enfrentaban a muerte por las atenciones de una geisha; por otro, localizar al autor del retrato para ese nuevo número y, a través de él, también a quien lo encargó- confluyen en la anónima identidad de un desconocido que solo el autor del cuadro ha llegado a ver en una ocasión. Pero el autor, Chris, no es autor sino autora (Victoria Shaw), y esto genera un doble efecto: el primero, esperado, es que el retrato robot que hace para la policía la pone en el punto de mira del sospechoso, que intenta asesinarla; el segundo, inesperado, es que, mudándose con los policías por su seguridad, ambos se enamoran de ella al mismo tiempo.
La película, en su breve metraje (82 minutos), bascula así desde lo policíaco y criminal, predominante en la primera mitad, al drama romántico a tres bandas, preponderante en el segundo tramo, aunque ningún elemento del argumento eclipsa del todo al resto, ambos se entrelazan reclamando o cediendo espacio según las evoluciones de la trama. Las investigaciones puestas en marcha por los policías (cada uno por separado, antes de que concluyan en el mismo punto del extraño desconocido) les llevan tanto a gimnasios y locales de artes marciales como a expertos en arte japonés y a diseñadores y estilistas de sus trajes y caracterizaciones tradicionales, al tiempo que los japoneses de Los Ángeles preparan su festival anual en Little Tokio y mientras, primero Bancroft y luego Kojaku, que van a intervenir en los festejos con una de exhibición de kendo, arte marcial en la que ambos son expertos, descubren su atracción por Chris. Pero bajo ambas líneas narrativas laten dos cargas de profundidad dramáticas que alimentan y se retroalimentan de esa trama principal, y las dos tienen carácter político: en primer lugar, el evidente alegato de tolerancia racial y entendimiento entre culturas diferentes (más si cabe entre culturas abiertamente hostiles en un pasado muy reciente); en segundo término, llevando el asunto de lo particular a lo general, al velado análisis de las agitadas relaciones recientes entre Estados Unidos y Japón, de adversarios en la Segunda Guerra Mundial a la condición, respectivamente, de ocupante y ocupado en la posguerra, para derivar en la de aliados, más o menos forzosos, durante la guerra de Corea. Las alusiones al pasado militar de los policías y a cómo se protegían y salvaban la vida el uno al otro, la visita al cementerio militar de excombatientes de origen japonés en el ejército norteamericano, la participación de Bancroft como luchador en los festejos de la comunidad japonesa, la asimilación de Kojaku de la cultura estadounidense (habla mejor el inglés que su teórica lengua natal, como otros japoneses con los que coincide durante su parte de la investigación) y, finalmente, la atracción de Kojaku y Chris y el subsiguiente desencuentro entre ambos policías, que amenaza con dificultar la resolución del caso, vienen a subrayar estos altibajos en las relaciones entre estadounidenses y japoneses, de las cuales el cine de Hollywood ha sido termómetro permanente (de las películas bélicas de los cuarenta y los cincuenta en las que el japonés era el enemigo deshumanizado a las comedias «de ocupación» de los años sesenta y las historias románticas entre militares y geishas o de contemporización entre americanos y japoneses; de los thrillers criminales en torno a grupos de crimen organizado japoneses y estadounidenses de los años setenta al temor norteamericano a la invasión tecnológica nipona y las películas de acción y los dramas sociales de los años ochenta y noventa en los que los japoneses y sus empresas son el antagonista…).
Se trata de un filme de serie B que atesora un buen puñado de instantes estimables, tanto en lo interpretativo (por ejemplo, la larga secuencia de Chris y Kojaku en el apartamento) como en la acción pura (la lucha a tres, en los billares, entre los policías y el voluminoso karateca coreano), sin descuidar el apartado técnico, en el que brilla en especial la fotografía en blanco y negro de Sam Leavitt. En este punto, aunque la cinta transcurre en su mayor parte en interiores, Fuller sabe dotar al conjunto de la atmósfera urbana, predominantemente nocturna, de una gran ciudad como Los Ángeles, a través de la ajetreada vida de sus calles principales, los rumores del tráfico, su vida cotidiana, sus cafeterías y locales de comidas, sus antros de ocio, sus callejones y sus tugurios de mala muerte. Mención aparte merece el aprovechamiento de los ritos y ceremoniales orientales dentro del tratamiento dramático del argumento, desde las ceremonias fúnebres a la puesta en escena del combate de kendo (que, condicionado por el estado sentimental de ambos contendientes, va más allá de la mera exhibición), y que deviene en el clímax final, en el que los policías persiguen a su objetivo entre el público y los participantes del desfile que recorre Little Tokio (una mixtura entre acción y festejos públicos orientales explotado en el cine de décadas siguientes hasta la extenuación, con preferencia, eso sí, por el origen chino). Con todo, en una película en la que todas y cada una de sus escenas, ya se correspondan con las investigaciones policiales o con los vaivenes sentimentales de los personajes centrales, están condimentadas con el ingrediente racial y político, el nudo principal cabe encontrarlo en la amistad de los policías, en su pasado durante la guerra, en su presente de convivencia fraternal continua, y en su futuro truncado a causa del conflicto romántico. Este aspecto afecta a los personajes en sus roles, pero no a su carácter simbólico, puesto que a la amistad entre un estadounidense y un japonés le sucede la historia de amor entre este y una norteamericana, que eclosiona en el largo beso interracial entre ambos (escandaloso para no pocos espectadores en su día).
Al margen de la riqueza y profundidad de las implicaciones del argumento, tanto en el estricto campo de su desarrollo dramático como en sus posibilidades de lecturas simbólicas y metafóricas, hay otros alicientes en la película que merecen destacarse. Uno, la presencia en el reparto de la fordiana Anna Lee como Mac, la amiga pintora (y alcohólica) de Bancroft, personaje rico en matices y en abismos sospechados y no revelados, y de gran lucidez en su verborrea, y dos, la elegancia del trabajo de cámara a lo largo de todo el metraje, de la suavidad de sus movimientos y giros dentro del decorado a los lentos travellings que realiza en secuencias íntimas entre dos personajes, estrechándolos progresivamente dentro del encuadre. Un estilo refinado que a priori choca con el universo tosco, seco, duro del noir y del policíaco, pero que confiere a la película un toque de distinción y sofisticación que tiene mucho que ver con la sutileza y meticulosidad con la que está construido igualmente el guion. Fuller se muestra aquí como un escritor-cineasta atento y con mirada propia, nada esclavo del cine de género, que sabe en cambio reconducirlo como vehículo de expresión para manifestar los temas, obsesiones y conceptos propios de un autor cinematográfico, reiterados con insistencia a lo largo de toda su trayectoria, que le valieron el reconocimiento de cineastas como Jean-Luc Godard o Wim Wenders, que lo homenajearon explícita y merecidamente en varios de sus títulos, y que puede resumirse en una de sus máximas: «No me interesa si la historia es occidental, oriental, de Julio César o Marco Bruto. Me interesa la emoción, las mentiras, el engaño… que defina qué clase de drama es».