¿La naturaleza de las cosas implica también al estado? Los teóricos clásicos de la ciencia política así lo creen. Observando que en toda aglomeración de humanos conocida en la historia encontramos una institución política de algún tipo y convencidos de que en todos los asuntos humanos toma parte la mano de Dios, concluyeron que la organización política de los hombres disfrutaba de la sanción divina. Tenían un silogismo para justificar su suposición: Dios hizo al hombre; el hombre hizo el Estado; por tanto, Dios hizo el Estado. El Estado adquiría divinidad vicariamente. El razonamiento se reforzaba con una analogía: es una realidad que la organización de la familia, con su cabeza, está en el orden natural de las cosas y de ello se sigue que un grupo de familias, con el Estado actuando como padre de todos, es igualmente un fenómeno natural. Si se producen deficiencias en la familia es por ignorancia o maldad del padre, y si el orden social tiene apuros o falta de armonía es porque el Estado ha perdido de vista los caminos de Dios. En ambos casos, el pater familias necesita instrucción en principios morales. Esto es, el Estado, que es inevitable y necesario, podría mejorarse pero no puede abolirse.
Aceptando a priori la naturalidad del Estado, buscaron la raíz de la institución en la naturaleza del hombre. Sin duda el Estado sólo aparece cuando se juntan los hombres y ese hecho indicaría que su origen reside en la complejidad del ser humano: los animales no tienen Estado. Esta línea de investigación llevaba a contradicciones e incertidumbres, como tenía que ocurrir pues la evidencia respecto de la naturaleza del hombre reside en su comportamiento moral y éste está lejos de ser uniforme. Dos hombres responderán de forma distinta a la misma exigencia e incluso un hombre no seguirá un patrón de comportamiento constante en todas las circunstancias. El problema con los científicos de la política con la visión teológica que establecieron era descubrir si el Estado debe su origen al hecho de que el hombre es inherentemente “bueno” o “malo”, y en este punto no hay evidencia positiva. De aquí las contradicciones en sus resultados.
Los tres pensadores en esta línea que nos son más familiares, aunque tuvieron sus antecesores, son Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau. Como punto de partida de sus reflexiones, los tres emplearon la misma hipótesis de que hubo un tiempo en que los hombres no estuvieron organizados políticamente y vivieron bajo condiciones llamadas un “estado de naturaleza”. Por supuesto, era una pura suposición, pues si alguna vez los hombres vagaron por la superficie de la tierra como verdaderos aislacionistas, sin tener contacto con otros excepto a punta de garrote, no ha quedado ninguna evidencia de ello. Siempre ha habido al menos una organización familiar o no estaríamos aquí para hablar acerca de un “estado de naturaleza”.
En todo caso, Hobbes sostenía que en este estado pre-político el hombre era “brutal” y “desagradable”, siempre amenazando la propiedad y persona de su vecino. Su inclinación predatoria venía motivada por una arrogante pasión por la abundancia material. Pero, decía Hobbes, el hombre desde el principio estaba dotado con el don de la razón y en algún momento en su estado “natural” su razón le dijo que le iría mejor cooperar con su vecino “natural”. En ese momento realizó un “contrato social” con éste, en los términos de que ambos acordaban acatar una autoridad que les restringiría a ambos el hacer aquello a lo que su “naturaleza” les inclinaba. Así apareció el Estado.
Por otro lado, Locke es bastante neutral en sus conclusiones morales: para él la cuestión de si el hombre es “bueno” o “malo” es secundaria ante el hecho de que es una criatura de razón y deseo. De hecho, dice Locke, incluso cuando vivía en su estado “natural”, la principal preocupación del hombre era su propiedad, el fruto de su trabajo. Su razón le decía que aseguraría mejor sus posesiones y su disfrute si se sometía a una agencia de protección. Por tanto realizó un “contrato social” y organizó el Estado. Locke hace la primera obligación del Estado la protección de la propiedad y afirma que cuando un Estado concreto abandona esa tarea es moralmente correcto que la gente lo reemplace, incluso por la fuerza, con otro.
Observando el “estado de naturaleza”, Rousseau lo considera un Edén idílico en el que el hombre era perfectamente libre y por tanto perfecto moralmente. Sólo había un defecto en su por otra parte buena vida: ganarse la vida era difícil. Fue para superar las dureza de la existencia “natural” por lo que renunció a parte de su libertad y aceptó el “contrato social”. Respecto del carácter del contrato, es una mezcla de las voluntades de cada individuo con los demás firmantes para conformar lo que Rousseau denomina la Voluntad General.
Así que aunque los tres pensadores estaban en desacuerdo con la naturaleza del hombre, donde debían encontrarse las semillas del Estado, sin embargo estaban de acuerdo en que el Estado derivaba de ésta. Debería apuntarse que este intento de encontrar un origen del Estado no era su propósito principal, que cada uno estaba interesado en su sistema político propio y que todos pensaron que era necesario establecer un origen que se ajustara a su sistema. No serviría a nuestro propósito actual comentar sus filosofías políticas, pero es interesante advertir que cada uno intentaba ajustarse a las exigencias de sus tiempos, lo que hace sospechar que sus teorías sobre el origen tuvieron influencias similares. Su presupuesto común era que el Estado es el orden natural del las cosas y Hobbes le da la sanción divina. En ese aspecto, seguían la tradición: el pensamiento cristiano primitivo sobre el Estado ponía como su ideal la “Ciudad de Dios” y Platón hablaba de su Estado como algo “cuyo modelo se hizo en el cielo”.
La ciencia política moderna no se ocupa de la cuestión del origen, acepta el Estado como una preocupación vigente, hace recomendaciones para que mejore su operatividad. Los metafísicos de la antigüedad achacaban las deficiencias de un Estado concreto a la ignorancia o desobediencia de las leyes de Dios. Los modernos también tienen su ideal o cada científico político tiene el suyo y cada uno tiene sus recetas para alcanzarlo: los ingredientes de la receta son una serie de leyes más una maquinaria para su cumplimiento. La función del Estado, se asume generalizadamente, es traer la Buena Sociedad (no se cuestiona su capacidad para hacerlo) y la Buena Sociedad es lo que cada científico político piense.
En los últimos tiempos, unos pocos investigadores han acudido a la historia buscando evidencias del origen del Estado y han desarrollado lo que a veces se llama la teoría del Estado sociológico.
La historia muestra, observan, que todos los pueblos primitivos se han ganado la vida de una de dos maneras: agricultura o ganadería; caza y pesca parecen haber sido actividades suplementarias en ambas economías. Los requisitos de estas dos ocupaciones desarrolladas definen claramente distintos hábitos y habilidades. La ocupación de vagar en busca de tierras de pasto y agua necesitaba una organización bien estructurada de hombres audaces, mientras que la rutina fija de las granjas no necesitaba ninguna organización y poca empresa. La flemática docilidad de aislados hombres del campo les hacía presa fácil de los osados ganaderos de las colinas. La codicia sugería el ataque.
Al principio, informan los historiadores, el objeto del robo eran las mujeres, porque el incesto era un tabú mucho antes de que los científicos encontraran razones para condenar la práctica. El robo de mujeres vino seguido del robo de bienes transportables y ambas labores iban acompañadas de la matanza generalizada de hombres y de mujeres no deseadas. En algún momento los maleantes se dieron cuenta del hecho económico de que los hombres muertos no producen nada y a partir de esa observación se realizó la institución de la esclavitud: las hordas mejoraron sus negocios capturando cautivos y asignándoles tareas menores. Esta economía de amo y esclavo, dice la teoría, es la primera manifestación del Estado. Así que la premisa del Estado es la explotación de los productores mediante el uso de la fuerza.
El robo de “golpea y corre” acabó siendo reemplazado por la idea de seguridad, o la continua recaudación de tributos de los pueblos sometidos a esclavitud. A veces una tribu invasora se ocupaba de un centro de intercambio y ponía tasas a las transacciones, a veces controlaba los caminos y corrientes de agua que llevaban a ciudades y cobraban peajes a caravanas y mercaderes. En cualquier caso, pronto aprendieron que el saqueo es parte de la producción y que es mayor cuando mayor es la producción; por tanto, para favorecer la producción, se ocuparon de patrullar y mantener “la ley y el orden”. No sólo vigilaban al pueblo conquistado, sino también le protegían de otras tribus merodeadoras; de hecho, no era extraño que una comunidad acosada invitara a otra tribu guerrera a venir y hacer guardia a un precio. Los conquistadores no sólo vinieron de las colinas, pues hubo también “hordas del mar”, tribus cuya peligrosa ocupación les hacía especialmente osados en sus ataques.
Los pueblos invasores se mantuvieron distantes de los conquistados disfrutando de lo que más tarde se conoció como extraterritorialidad. Mantenían lazos culturales y políticos con su tierra de origen, mantenían su propio leguaje, religión y costumbres y en la mayor parte de los casos no molestaban en las mores de sus sometidos, siempre que pagaran su tributo. Con el tiempo, pues así es como ocurre con la proximidad, las barreras entre conquistadores y conquistados desaparecieron y se produjo un proceso de amalgama. El proceso a veces se aceleraba por la rigidez de los lazos con la tierra de origen, como cuando el jefe local se sentía suficientemente fuerte en su nuevo entorno como para desafiar a su señor y dejar de dividir su botín con éste y cuando una insurrección con éxito en la tierra de origen les hacía cortar los lazos. Un mayor contacto con los conquistados generaba una mezcla de lenguajes, religiones y costumbres. Incluso aunque el matrimonio mixto estaba mal visto por razones económicas y sociales, la atracción sexual no puede eliminarse por ley y una nueva generación, a menudo manchada por la siniestra prohibición, cubría el abismo con sus lazos de sangre. Las aventuras militares, en defensa de la nueva tierra común, ayudaban a la amalgama.
La mezcla de dos culturas daba lugar a una nueva, de la que no era su característica menos importante una serie de costumbres y leyes regularizando la acomodación a sus amos de las clases que pagaban. Estas convenciones las formulaban necesariamente los primeros, intentando perpetuar su posición económica como legado a sus sucesores. El pueblo dominado, que al principio había resistido a las exacciones, había sido desgastado por la lucha desigual y se había rendido a un sistema de impuestos, rentas, peajes y otras formas de tributo. El ajuste se facilitó por la inclusión de algunas de las “clases inferiores” en el sistema como capataces, alguaciles y sirvientes y el servicio militar bajo los amos hecho de mutua admiración, si no respeto. Asimismo la codificación de las exacciones acabó borrando de la memoria la arbitrariedad con que se impusieron y las cubrió con un aura de corrección. Las leyes fijaban límites a las exacciones, hacían a los excesos irregulares y punibles y así establecían “derechos” para las clases explotadas.
Los explotadores respetaron inteligentemente que se violaran esos “derechos” por parte de sus miembros más avariciosos, mientras que los explotados, habiendo conseguido un ajuste cómodo al sistema de exacciones, del cual algunos se beneficiaban a menudo, adquirió una sensación de seguridad y autoestima en esta doctrina de “derechos”. Así que, mediante procesos psicológicos y legales, se fijó esa estratificación de la Sociedad. El Estado es esa clase que disfruta de preferencia económica mediante su control de la maquinaria de la fuerza.[1]
La teoría sociológica del Estado se basa no sólo en las evidencias históricas, sino también en el hecho de que hay dos formas en las que los hombres pueden obtener bienes económicos: la producción y la depredación. La primera implica la aplicación de trabajo a las materias primas, la otra el uso de la fuerza. El pillaje, la esclavitud y la conquista son las formas primitivas de la depredación, pero el efecto económico es el mismo cuando se usa la coacción política para privar al productor de su producto o incluso cuándo éste accede a transferir la propiedad como precio para seguir vivo. Tampoco la depredación pasa a ser otra cosa cuando se hace en nombre de la caridad (la fórmula de Robin Hood). En todo caso, uno disfruta de lo que otro ha producido y, en la medida en que la depredación hace queden insatisfechos los deseos del productor, su trabajo no se ve correspondido. Se verá que, en su aspecto moral, la teoría sociológica descansa en la teoría de la propiedad privada, el derecho inalienable del individuo al producto de su esfuerzo y sostiene que cualquier tipo de coerción, ejercido con cualquier propósito, no elimina ese derecho.
Por cierto, a primera vista esta teoría parece tener un parecido con la frase de Marx de que el Estado es el comité de dirección de la clase capitalista. Pero el parecido es en las palabras, no en las ideas. La teoría marxista mantiene que el Estado en otras manos (la “dictadura del proletariado”) podría abolir la explotación. Pero la teoría sociológica del estado (o la teoría de la conquista) insiste en que el propio estado, independientemente de su composición es una institución explotadora y no puede ser otra cosa: que se apropie de los bienes de propietarios de salarios o de propietarios de capital, el principio ético es el mismo. Si el estado quita al capitalista para dárselo al trabajador o del mecánico para dárselo al granjero o de todos para beneficiarse él mismo, se ha usado la fuerza para privar a alguien de su derecho de propiedad y a ese respecto sigue el espíritu, si no la forma, de la conquista original.
Frank Chodorov
[1] Este breve resumen del trasfondo histórico de la teoría sociológica sugiere las historias del Antiguo Testamento sobre la conquista de Canaán por los israelitas, la historia de Inglaterra y la del Imperio Romano. Sin embargo los principales defensores de esta teoría, Gumplowicz y Oppenheimer, estaban más interesados en el origen del Estado que en su desarrollo y analizaron los restos de las primeras tribus en el mundo; todos los indicios que encontraron llevaban a que la organización política empezó con la conquista.