El mercado es el nuevo dios. Hasta la ciencia podría corroborarlo si no se hubieran recortado las partidas para investigación. Como tal, el mercado está endiosado, viviendo y respirando por encima de nuestras posibilidades, que cada vez son menos, y moviendo desde las alturas los hilos invisibles que rigen el destino de los mortales. Como en la antigua Grecia, como en la actual, como aquí. A partir de aquí, todos los actos de los brujos que nos gobiernan (ese hacer lo que tienen que hacer, aunque no les guste, pero es obligación, ese actuar como dios (el mercado) manda, parece ir encaminado a serenar los ánimos de esos mercados sedientos de poder y de nuevos sacrificios. Su ira es infinita: derrocan gobiernos elegidos democráticamente, carcomen el presente y las esperanzas y envuelven sus tejemanejes en un manto de humo espeso y agobiante tras incendiar el bosque.
Y si el objetivo no es desde luego tranquilizar a los dioses, ¿cuál es en realidad? El desprestigio teledirigido de la clase política en su conjunto, que nos representan y fueron elegidos por nosotros, el robo de los derechos adquiridos durante décadas y de la esperanza de recuperarlos, el ninguneo de las voluntades populares, el desmantelamiento de una sanidad pública, universal, para todos, como la educación debería serlo, forman una maleza lista para el incendio. El Gobierno, por pura ignorancia y esa estupidez ridícula de los que se creen mesías que escribirán la historia, corre ciego y sordo con la mecha encendida.