Pero ¿de dónde vienen lo libros? ¿Cómo llegan a nosotros? Bueno, lo más normal es que los compremos o nos los regalen. También algunas veces los heredamos, lo cual resulta bastante romántico, sobre todo si son ya antiguos. Salen a nuestro encuentro después de haber atravesado las décadas, las generaciones. Llegan a nuestras manos a través del tiempo, como aquella colección de cuentos de Poe de la que ya hablé aquí; o como esta gramática, de 1925, con la que algún antepasado mío preparó alguna vez algún examen. O como esa edición de las Novelas Ejemplares de Cervantes que reposa en aquel estante, y que data de 1909. Pero en varias ocasiones sí que han llegado a mí algunos libros de forma inesperada y poco habitual. He aquí un par de ejemplos:Un día cualquiera, siendo yo adolescente, mi padre me trajo un libro. Me dijo que alguien lo había olvidado en un banco, en el vestíbulo de la empresa en la que trabajaba. Y como en todo el día nadie había vuelto a buscarlo, lo recogió porque pensó que me gustaría.El libro estaba en alemán, lo cual no era de extrañar, dado que mi padre trabajaba en un lugar por el que pasaban a diario y constantemente viajeros de todo el mundo. Y aunque el detalle del idioma me impedía darle el uso para el que los libros están pensados, me lo quedé como objeto de colección y con una sonrisilla en la cara.El libro era corriente, una edición de bolsillo, de esas que pesan poco y se estropean con facilidad.Lo curioso del caso, y quienes me conocen un poco sabrán por qué lo digo, es que aquel libro era una novela de Stephen King. Fíjense: alguien que había llegado a mi ciudad desde un país lejano, había olvidado un libro de Stephen King en un banco; pero no en un banco cualquiera, sino en un banco que estaba a la vista y a la mano de un hombre; y no de un hombre cualquiera, sino de uno que tenía una hija que leía a Stephen King desde niña y con fruición.No sé a ustedes, pero a mí me gusta pensar que las casualidades las fabrica alguien a nuestra medida. Por aquella misma época había yo empezado asentir interés y curiosidad por las cosas antiguas. Me llamaba mucho la atención cualquier cosa que tuviera cierta solera, sobre todo los edificios y los libros. Quizá es que empezaba yo a ser consciente de lo que significa el tiempo, el pasado, la huella que el ser humano deja en el mundo; y a darme cuenta de que el mundo había girado siempre sin necesidad de que yo hubiera estado en él. Un día mi padre me habló de un edificio antiguo, un palacio, que estaba en una de las zonas más señoriales de la ciudad, y que albergaba oficinas. En realidad aquel palacio sería pronto rehabilitado y utilizado para otros fines, y las oficinas se trasladarían a otro lugar. Me dijo mi padre también que un viejo conocido suyo trabajaba allí y que, si yo quería, podríamos ir un día para que yo viera el edificio por dentro. Lógicamente me encantó la idea, así que al cabo de unos días mi padre ya se había puesto de acuerdo con su amigo, y me llevó allí.Creo recordar que la mayor parte de aquel enorme edificio estaba ya vacía y sin uso. Pero sí recuerdo con claridad que para ir a las oficinas en las que este señor nos esperaba, tuvimos que bajar unas escaleras y llegar a un sótano que podría haber sido el escenario de cualquier película de la Hammer.Me fascinó el lugar, las frías paredes de piedra gris, los techos abovedados, el suelo gastado. Había unos cuantos señores trabajando allí, en mesas individuales, y recuerdo que alguno tenía una pequeña estufa eléctrica a sus pies.El amigo de mi padre me dijo que, según tenía entendido, me gustaban mucho las cosas antiguas, y que me iba a hacer un regalo. Fue hacia una mesa y volvió con algo en las manos. Me dijo:
-Toma, puedes quedarte con este libro.Mi sorpresa fue enorme, pues no hacían falta más que dos ojos en la cara para darse cuenta de que se trataba de un volumen muy antiguo, a pesar de su buen estado de conservación.Además era un libro atractivo, de formato grande, encuadernado en piel y con aspecto de cierto lujo. Le di las gracias al buen hombre, sin creerme del todo que podía llevarme, así porque sí, aquella reliquia del pasado. Seguramente el libro no tenía valor económico, pero a mí me parecía que valor histórico sí debía tener. En fin, para mí era valioso, y eso es lo que cuenta, ¿no? Después, en casa, hojeándolo tranquilamente, vi que se trataba de un libro de leyes. Concretamente, y según rezaba con rimbombancia y boato en la segunda página, era el tomo IX de la “Enciclopedia Española de Derecho y Administración, ó Nuevo Teatro Universal de la Legislación de España é Indias”, y que era edición de 1856. Sin duda, aquel hombre me hizo un gran regalo, y me gustaría poder decirle que lo sigo conservando con mimo, y que a veces lo hojeo y me deleito con su exquisito lenguaje, arcaizante y riguroso. 
(Continuará)






