Perugia, principios del verano de 1294
Coqueta, casi de postal, como la imagen de la coronación de Felipito VI (con Leti, Leo y Sofi escoltándole cual angelitos rubicundos en un cuadro renacentista), así era la pequeña ciudad de Perugia, vibrante ahora al estar viviendo la última etapa de un cónclave papal sui generis que ya se prolongaba por dos años; razonablemente limpia, como la democracia española vista desde las Antípodas con unas gafas de presbicia. Nuestro grupo, ofreciendo ante todos la imagen de un escuadrón de mercenarios llegado de la revuelta Roma en seguimiento de los cardenales deliberantes, ansiosos de un poco de conflicto del que sacar tajada, se hallaba en un paseo vespertino el tercer día tras nuestra llegada, armados hasta los dientes, orgullosos y desafiantes, botas golpeando fuertemente el empedrado. Los yelmos cerrados mantenían ocultos nuestros rostros, demasiados conocidos (al menos el de Guillaume y el mío) por los espías de Jaume II y, cuando nos despojábamos de ellos, las greñas que mis compañeros se habían dejado crecer, y las mías, realizaban casi la misma función. Yo, a pesar de todo, no escondía mi género, amparada en el convencimiento de que nadie iba a suponer que la incómoda Eowyn iba a ser tan incauta como para meterse en la boca del lobo. El líder de nuestra particular compañía creía que demasiado ocultamiento podría ser contraproducente, aunque Perugia 1294, tomada por la Curia cardenalicia, no era un buen lugar para una chica. Más o menos como la España de Gallardón del siglo XXI, en la que cada vez que te da por mirar un partido de fútbol de la selección te cuelan alguna ley criminalizadora y machista.
-Si alguien averigua, a pesar de los disfraces, que eres una mujer, cosa bastante fácil de suceder si sigues insistiendo en acompañarnos a las tabernas, la sospecha será generalizada y eso nos perjudicará a todos. No creo que descubran tu identidad si no descubren la nuestra; y si tal eventualidad se produjera, cuentas con todos nosotros para defenderte –me había dicho el día de nuestra llegada.
Alcé los ojos al cielo, suspirando: una servidora, tan necesitada al parecer de defensa y protección, la noche anterior, de camino, había sacado de un buen embrollo a mi interlocutor, junto a Gonzalo, Richard, Arthur y Manfredo, en una discusión tabernaria entre partidarios de los Colonna y los Orsini; y lo más gracioso es que ni ellos (ni yo, que fui en realidad la que inicio la pendencia, je je) no somos partidarios ni de los Colonna ni de los Orsini, aunque unos nos convenzan (o nos interesen) un poco más que los otros. Con esas dos facciones tengo una sensación parecida que cuando veo debates entre Marhuenda y su corte y Pablo Iglesias y la suya, en el siglo XXI: por ideología, lógicamente debería de estar, fervientemente, de parte del segundo, tan denostado por la caverna mediática que casi resulta sospechoso. Y sin embargo, y por eso mismo, y aun sin acercarme a las tesis del primero ni por asomo…
Pero ya está bien de preámbulos. Por si os interesa, os diré que, después de muchas vicisitudes, Guillaume, sus compañeros (que ya lo eran también míos) y esta que suscribe habíamos llegado a la ciudad de la península itálica buscando a Esquieu, del que ciertos rumores apuntaban que se hallaba sirviendo de mercenario a uno de los cardenales de que aún tenían la suficiente paciencia como para seguir conspirando en la interminable elección, de la familia Orsini concretamente, y no se habían largado ya a sus confortables y lujosos castillos. Estos, u otros rumores, apuntaban también que antes de todo ello nuestro archienemigo había ido a incordiar a Jaume II con sus sospechas sobra la castidad de cierto alto cargo templario, y que el rey, descojonándose, le había despedido con cajas destempladas, exigiéndole unas pruebas que, afortunadamente, no había podido presentar.
-Aún gozáis de crédito ante las altas esferas –lástima que el crédito no les pagara los viajes en primera clase, pero había de reconocer que ninguno de los templarios que yo conocía era tan guapo como Blanca (o como Corinna) para que algún contable del rey se ocupara de que se trasladaran de un lugar a otro con todas comodidades. Pensaba que esa constatación redundaría en optimismo para Guillaume, que siempre se lamentaba de la decadencia de la Orden (la misma, no olvidemos, que pocos años antes había estado a punto de abandonar). Pero él bajó la cabeza y respondió, críptico:
-Quizá algún día esto cambie.
Tras esta información, lo segundo que supimos de Esquieu es que había asesinado a un burgués de Barcelona, del que creía, con o sin razón, que había alojado en su casa a nuestro amigo, al negarse aquel a darle información. Perseguido por la justicia, un personaje de su descripción acompañado por otro con la descripción de Gerard, había sido visto en un barco con destino a Ostia en compañía de unos conocidos mercenarios de los que se sabía que habían sido llamados por los Orsini. Vamos, que sus andanzas eran tan homicidas, intricadas y mentirosas como la reforma fiscal de Montoro.
-Siento que estamos perdiendo el tiempo –había expresado yo ante el grupo la noche en que habíamos llegado-. Ha de existir una estrategia mejor que la de fiarnos de meros rumores. Además, tanto cardenal paseándose por aquí me da alergia. Me miran con cara de querer ponerme un cinturón de castidad en cuanto me descuide. No sin antes haber contribuido a quitarme la poca que me queda, claro. Y todo esto me parece poco más que un absurdo asunto de familia. Como el Tribunal de Cuentas. Pero, hablando en serio, ¿realmente creéis que Esquieu suelto puede hacer tanto daño? La persona a la que quiere perjudicar está ahora en Chipre, a salvo, preparando las próximas cruzadas para las que al parecer no necesita a nadie, ni siquiera a Carlos de Anjou, ni siquiera al futuro Papa. Entiendo vuestro deseo de venganza, el mío incluso lo supera. Pero estoy segura de que podríamos ser más útiles en otro lugar…
Mis compañeros intercambiaron una mirada de inteligencia entre ellos, como si dispusieran de una información de la que yo carecía (aquello me dio muy mala espina, pero no eran tan inteligentes como para guardar el secreto mucho tiempo, por lo que no estaba muy intranquila al respecto), y me hicieron caso omiso, concentrados en vaciar sus vasos de vino. Más tarde, Guillaume, que me había precedido en la habitación, me dijo, mirando desde las sábanas cómo yo me despojaba del cinturón con la espada y el jubón de cuero:
-Sabes que Esquieu no es la única razón por la que nos hemos quedado aquí; ni siquiera es la principal, aunque sea tan decisiva para nosotros. Se trata de controlar de que el papa elegido sea lo más afín a nosotros posible. Alguien no alineado.
Sí, lo sabía: era una misión encargado por el Grupo de los Ocho. Nuestra providencial presencia en la zona había hecho innecesaria que la cúpula templaria en la sombra enviara a otros ‘agentes’. Me despojé de la crespina que sujetaba mis cabellos, peinados en trenzas.
-No me importa. Vosotros sois los que estáis obsesionados de que la rivalidad entre nuestro monarca y el angevino, más papista que La Razón, el ABC y el PPSOE juntos (por cierto, el PSOE, un curioso partido que solo critica el concordato España-Vaticano cuando está en la oposición), no presupone la de Felipe de Francia y Jaume. Que entre Carlos de Nápoles y el Hermoso existen grandes diferencias y que Jaume siempre apoyará al rey de los franceses. A mí no me importa. Los veo a todos, os veo a todos, parte del mismo sistema, lleno de conspiraciones y de injerencias típicas de grandes potencias que quieren dominar el mundo, esclavizando a sus habitantes. No quiero participar en esto.
Guillaume contrajo las facciones.
-Me preocupas. Es que como si hubieras perdido la fe en todo, Eowyn. Como si tus ideas, incluso tus ilusiones, se hubieran secado bajo el sol de este clima infernal.
Me saqué la camisa y me metí en la cama, dándole la espalda. Solo podía pensar en la reputación de mi amigo puesta en entredicho, con los peligros que aquello podía significar para la mejor parte de aquella Orden que me había contratado, y que en realidad yo no aborrecía tanto (solo un poco) como me esforzaba en demostrar. Y, por encima de todo, en los ojos otrora bellos, gentiles y encantadores de mi amiga Isabel relampagueando de odio hacia mí. En la sangre de Guifré manchando mi camisa. Yo había deseado con todas mis fuerzas verles felices, había peleado para ello, y sin embargo solo había sabido causarles dolor, y en el caso de él, incluso algo más que dolor. A veces, la angustia que sentía era tan grande que me parecía estar a punto de reventar por dentro. La presión en mi estómago era tan fuerte que en numerosas ocasiones me hacía vomitar, e incluso en muchos momentos se me doblaban las rodillas y casi caía al suelo, incapaz de dar un paso más sin ímprobos esfuerzos. Como decía Guillaume, había perdido toda credibilidad en mí misma, toda esperanza, como en el infierno de Dante, como el infierno de los desahuciados. Naturalmente, ocultaba mi pesar a los ojos de mis compañeros (menos a los de Guillaume, naturalmente; habría sido imposible). Y no por ahorrarles el haber de consolarme; estaba segura de que les importaba mi desolación tanto como un rábano pocho en tiempo de vacas gordas. Eran mis compañeros, pero no mis amigos. No iban a hacer desaparecer mis errores, a reivindicarme, a jalearme ni a endiosarme cual periodistas de la prensa oficial (por otro nombre prensa del Régimen) en la dictadura monárquica bipartidista española de 2014. No me querían. No merecía que me quisieran. Nadie me había querido nunca. Y si así había sido alguna vez, les había durado bien poco.
Oí la voz de Guillaume en mi oído.
-No hables si no quieres. No es necesario. Voy a intentar que olvides. Al menos durante unos minutos. Si estás de acuerdo.
Me volví hacia él y le miré. No fueron necesarias más palabras.
Tras nuestro paseo-exhibición (no en vano se suponía que éramos mercenarios buscando trabajo, vivíamos en una permanente campaña de márketing como si tuviéramos el mismo número de asesores de imagen que el gobierno del PP), nos reunimos en una taberna alejada del centro de la ciudad, pequeña y relativamente tranquila, para poner en común la información que habíamos estado recopilando en los mentideros de la ciudad. A mí me habían enviado a una serie de propiedades algo alejadas, en el campo, fingiendo buscar trabajo. Allí los subalternos habían compartido su pan conmigo pero, en cuanto a información, venía con las manos vacías. No acertaba a discernir por qué Guillaume había observado tan poco criterio como para comisionarme a unos lugares tan aislados para que el único interés de sus habitantes, familias nobles venidas a menos, fueran las cosechas en lugar de las intrigas políticas que se desarrollaban en la ciudad. Quizá por mi patente desgana a colaborar.
-Se llama Pietro di Morrone. Siciliano, ermitaño, muy anciano, con fama de santidad –explicó Manfredo-. Según lo que oído, es la única persona capaz de desencallar la elección sin ser partidario de uno u otro bando. Es un candidato cómodo para ellos y yo diría que es la mejor opción para nosotros.
Un recuerdo vino a mi mente: otro candidato cómodo, alabado tanto por la zona más siniestra del oscurantismo que detenta el poder en España, como por la más clara. Un candidato con fama, no de Santidad, pero sí de honestidad y preparación. Un candidato al que todos aspiran a barrer para sus propios bandos, bandos que, como en el caso medieval, tampoco eran tan diferentes. Todo estaba preparado.
-Cómodo, sí –manifestó Gonzalo-. Pero solo mientras sea simplemente un Papa de transición. Si alguna de las facciones consigue atraerle… Y si ninguna lo consigue, o no resulta tan útil como parece en un principio, no les costará nada hacerle abdicar…
Aquello también me sonaba.
-Pero al menos eso nos daría unos meses de reacción –afirmó Guillaume-. El de Anjou y Jaume comienzan a impacientarse, y cada uno forzará la mano por su lado para tener un papa servil, o a Aragón, o a Francia. O al menos a una de las dos sensibilidades francesas.
-Yo sigo creyendo que un papa partidario de Anjou sería lo mejor. Es la única esperanza de que se promocione y se invierta en una nueva cruzada –apuntó Richard–. No entiendo cómo nuestros responsables no lo ven así.
-Porque el rey de Francia es el poderoso, y el inteligente, de la familia, Richard, créeme, y considera a la Iglesia un freno para su ambición absolutista.
-Aparte de que está esquilmando al pueblo para pagar sus deuadas y sus campañas militares –apunté yo, recordando los dos últimos ejemplos parecidos ocurridos en el siglo XXI. Guillaume asintió y continuó.
-El de Nápoles siempre estará en situación de semidependencia, a pesar de sus ínfulas. Podría ser cómo tú dices, pero eso significaría correr un riesgo demasiado grande para tan escaso posible beneficio: literalmente, poner a la Orden en manos de Felipe el Hermoso por correr en pos de una financiación papal que tal vez nunca se producirá. Dejémosle el tema de la cruzada a nuestro Gran Maestre, y a nuestro gran amigo: nosotros ocupémonos de no fastidiar aún más la situación.
-Creo que Guillaume tiene razón –acordó Arthur, que no siempre estaba de acuerdo con su hermano. Yo les escuchaba mientras una idea tomaba forma en mi cabeza.
-Entonces, ¿qué impide que se proponga a ese tal Morrone?
Manfredo elaboró un ampuloso ademán, muy florentino, haciendo florituras con las manos en el aire.
-¡Las facciones aún no han perdido la esperanza de imponer a sus candidatos!
Apoyé la barbilla en mi mano.
-Sería necesario un gesto. Que el de Morrone se postulara a sí mismo de alguna manera, a pesar de si es tan santo y asceta no estará por la labor. Una cosa así podría desatascar el cónclave, no les quedaría tal vez otro remedio –y nosotros podríamos irnos, añadí para mis adentros. Claro que ¿a dónde?
Guillaume me miró unos momentos, pensativo, y luego, repentinamente, me señaló con el dedo.
-Eowyn, tú eres buena escribiendo. ¿Podrías redactar una carta sobre una idea que he tenido?
-Supongo que sí –respondí, encogiéndome de hombros-.
-Sea, entonces. Gonzalo, trae utensilios de escritura y luego ve con Manfredo a seguir investigando. Richard, Arthur, preparaos para viajar: vais a visitar al futuro Papa.
Estaba a punto de caer la noche cuando me dirigí a la posada, pensando ya en retirarme por aquel día. Había dejado a Guillaume discutiendo el plan de viaje con los gemelos, con la promesa de que se reuniría conmigo allí al anochecer. Me sentía agotada después del esfuerzo intelectual desplegado aquella tarde, demasiado para mi exhausta y desencantada mente. Y, en una situación así, mis fantasmas volvían: Esquieu suelto, con una información privilegiada que podría ser el fin de la Orden si encontraba algún tipo de prueba que la refrendara (yo no lo veía posible a corto plazo, claro, pero ¿y si, a pesar de todo, sucedía?), Isabel perdida en los procelosos mares del odio, dispuesta a hacer alguna locura, Guifré, el pobre e inocente Guifré… Tan absorta estaba en mis pensamientos que no me percaté que el sonido de los cascos de los caballos que desde hacía unos minutos me seguía acababa de enmudecer. Entonces, alguien pronunció mi nombre.
-Eowyn… sabía que te encontraría aquí.
Me volví. A lomos de un caballo árabe de gran envergadura se hallaba mi antiguo jefe, y más antiguo aún enemigo, escoltados por otros miembros de su guardia y vasallos. Le miré, sin acabar de creerme lo que veía; había pasado mucho tiempo y la aparición se había producido demasiado súbitamente.
-Vaya –dije al fin, recuperada de la sorpresa-. Qué inesperado placer. Me alegra ver que estáis bien.
Se apresuró a descender de la montura.
-Y yo estoy feliz de comprobar lo mismo. Me habían hablado de que habías pasado por demasiados lances y no pocas vicisitudes. Y también de alguna… cómo lo diría… ‘aventura galante’.
‘¿Aventura galante?´ Yo me preguntaba quién podía haber sido su informador. Ingenua de mí, me respondí en seguida: Blanca, por supuesto, puesta en antecedentes por Esquieu en algún momento de descanso de su loca persecución de mi amigo. Pero ¿qué hacía mi jefe, declarado partidario y valedor del Grupo de los Ocho, manteniendo amistosas conversaciones con Blanca, enemiga, también declarada, de los templarios? ¿Exigencias de las relaciones cortesanas?
¿O había otra razón?
Y, por cierto, ¿a qué se debía aquel tonillo de ironía cruel con el que me hablaba?
-Hace tiempo que me arrepentí de haberte cedido al Temple. Comprende: he pasado largos años, casi la mitad de tu vida, persiguiéndote. Estoy demasiado acostumbrado a ti como para perderte de vista durante tanto tiempo.
Aquello no pintaba nada bien. Mi porvenir inmediato era más negro que el del archipiélago canario tras las prospecciones petrolíferas. O como el de Cantabria enfrentada a los terromotos. Los acompañantes del señor, entre algunos de los cuales reconocí a compañeros que habían reído y bebido conmigo en el castillo, había comenzado a rodearme, fingiendo indiferencia y cordialidad, y antes de que pude darme cuenta me tenían acorralada contra una pared, sin que tuviera tiempo a sacar la espada. Yo comencé a sentir miedo. Un miedo que se tornó en terror y de inmediato en pánico cerval. La superioridad numérica era demasiado aplastante, y no podía esperar ninguna ayuda de los viandantes (por lo tardío del momento, lo apartado de la calle, y lo cansados que estaban de los conflictos derivados de la elección papal). Pero mi pavor se debía a otra circunstancia. No quería morir. Y no es que no quisiera morir porque creyera que no había vivido lo suficiente, o porque temiera la negrura posterior, la nada: oh, no se puede tener miedo a dormir y a descansar, pues eso, y no otra cosa, es lo que nos espera al otro lado, estoy segura. Pero si moría… si moría… nunca podría volver a ver el rostro de mi amigo para pedirle perdón por haber puesto su reputación en entredicho, concediéndole a Esquieu, a Blanca, a Elvira, y tal vez a Felipe de Francia, el argumento que necesitaban para socavar el Temple, su gran sueño. Nunca conseguiría que los ojos de Isabel me miraran de nuevo con el amor y la admiración con que acostumbraban a mirarme, mi muerte me convertiría en una imagen inmortal del odio más absoluto, y ese odio, en una mujer como Isabel, solo podría representar su perdición. Solo el perdón, el olvido, la salvaría, me salvaría. Solo su perdón nos salvaría a las dos. Pero yo iba a morir. Inexorablemente. Ni siquiera, estaba segura, el futuro vendría en mi rescate.
-Ni tú y tus amigos podréis sabotear la elección del Papa –me dijo mi perseguidor mientras sus hombres estrechaban el círculo a mi alrededor. Hice un movimiento de distracción y me escabullí por entre dos caballeros, aprovechando mi tamaño y la facilidad de movimientos que me otorgaba el ir solo ligeramente armada. Pero la calle era demasiado estrecha, ellos demasiado numerosos para no cortarme todas las vías de huida, y solo conseguí encontrarme con la pared opuesta-. El cardenal Caetani es el único candidato posible. Él conseguirá armar una nueva cruzada que dé una buena lección a esos infieles que asesinaron a mi primogénito. Pensaba que el Grupo de los Ocho me apoyarían, pero al parecer tienen demasiada fe en ese iluso Gran Maestre vuestro, al que no le importa aliarse con infieles para combatir otros infieles –escupió en el suelo, con desprecio. ¿Por qué se me ocurriría confiar en que había cambiado? ¿Por qué le todos creyeron? Era tal como había sido siempre: intolerante, ultraconservador, racista (no era dolor por su primogénito lo que él sentía, estaba segura, sino la rabia de haber perdido una propiedad a manos de la raza más odiada) hasta rozar lo patológico. Capaz de poner en peligro la gestión de sus propiedades y su papel en la Corte para hacer volver al redil a la vasalla rebelde. Un cobarde, en el fondo, porque nunca había atrevido a enfrentarse a la vida que le había tocado vivir, ni había tenido el valor suficiente como para dejarla atrás. Un cobarde, como todos los que optaban por el fascismo como panacea de sus miserables vidas. Como, sin ir más lejos, la mayoría de la población europea-. Morirán todos los tuyos en cuando haya acabado contigo. Pero tranquila, no será rápido. Antes disfrutaremos un poco los dos juntos, y luego con el resto de mis caballeros. Cuando estés demasiado herida para oponerte. No es justo que solo los templarios gocen de tus favores. ¿No te parece?
El horror que sentía era grande, sí, pero lo superaba el asco que me producía la perspectiva que aquel monstruo dibujaba. Si aceptaba lo que ellos quisieran hacer conmigo, tal vez sobreviviría. Y entonces podría saldar todas mis cuentas pendientes…
Pero la Eowyn que saldría de aquel trance no sería yo. En un caso así, yo ya nunca podría volver a ser yo.
Decidida, les sonreí con ironía, cosa que les desconcertó un instante, y aproveché para, en un rápido movimiento, sacar mi espada.
-Ardo en deseos de divertirme con vosotros –les dije-. Vayan pasando, caballeros, Por favor, de uno en uno. (sigue)