Solía decir Chucho Navarro, el alma de Los Panchos, que cuanto más conocía al hombre, más amaba a su perro. La frase no era originalmente suya, pues se le atribuye indistintamente a Diógenes de Sínope o a Lord Byron, pero resultaba efectista. Confieso mi poca vocación hacia estos animales desde que me reconozco el sentido, no sé si como alguien me dijo una vez fue porque, de pequeño, tuve un encontronazo con uno de ellos. Aquello debió quedar grabado a cincel en mi cerebro y, durante mucho tiempo, me cambiaba de acera cuando un can transitaba por mis inmediaciones.
Sin embargo, aun así, sería capaz de reconocer sus virtudes. La otra mañana, mientras desayunaba, un hombre se apostó en la terraza del local con su galgo. Entró y pidió a la camarera mientras yo observaba al animal esperándole pacientemente junto a la mesa. Le sirvieron el pedido y comprobé que se trataba de dos servicios. El hombre cogió un pastelillo de cabello de ángel, lo partió con parsimonia y se lo fue dosificando en la boca al animal. La escena, mientras apuraba mi café, me pareció tan curiosa como enternecedora, y me acordé de una frase de Jack London: “Tirarle el hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando se está tan hambriento como él”.
Yo no sé si mi distanciamiento con los perros se deberá a aquel lejano episodio de mi infancia. Es más: no sé si se trata más de una cuestión profiláctica que de otra cosa. Lo que sí sé es que entiendo perfectamente a esas personas que combaten su soledad con la compañía de unos seres para los que las palabras agradecimiento y lealtad parecen ser sagradas, a diferencia de lo que a veces nos ocurre a los humanos. Y es que ya lo decía antes de arrancarse con alguna estrofa desgarrada mi admirado bolerista mexicano: cuanto más conozco al hombre, más quiero a mi perro.