Hace poco he visto (500) Days of Summer. La recomiendo, sin aspavientos, pero la recomiendo a quien coincida con las zonceras que siguen.
“¿Qué oculto atajo toma un alma que se abre camino hacia la nuestra?”, se pregunta. Me pregunta. Chi lo sá? La comedia romántica estadounidense (a grandes rasgos), así y todo –desvalorizada por la crítica culturosa, reputada de banal, imitada con suerte dispar en otros territorios del globo–, aparece de pronto, como una cantera de pensamiento fecunda donde las peripecias del corazón, como otrora y en tono diverso sucedía con la novela sentimental decimonónica, se convierte en pasatiempo y al mismo tiempo en objeto de indagación de las formas que los seres humanos usamos para encontrarnos y, más tarde, acabar en un beso.
Sucede que la mayoría de las personas carecemos de la idoneidad para retratar a un tercero nuestras historias románticas, además de una buena dosis de vergüenza en casos como el mío. Y cuando finalmente nos decidimos, lo hacemos sin gracia y, en casi todas las ocasiones, con el falso convencimiento de que son extraordinarias y plenas de sublimes entresijos. Me corrijo: a lo mejor no seamos tan torpes a la hora del relato, sino más bien que nuestros interlocutores creen, como nosotros, que son sus historias las únicas verdaderamente excepcionales, las únicas plausibles de una narración pormenorizada.
En esta tensión aparece la comedia romántica estadounidense, para allanar el debate y enfrentar los idilios demasiado prosaicos de los espectadores que, sin embargo, se siente confortados tras la última escena: esa boda, esos arrumacos, esos besuqueos a la luz de la farola. Porque, a pesar del esquema argumental básico que se repite ad infinitum película tras película, el candor a la hora de enamorarnos ha permanecido inmutable a través de nuestro tiempo, que no es otro que el filmado más o menos desde Bringing Up Baby (Howard Hawks, 1938) a Punch-Drunk Love (Paul Thomas Anderson, 2002).