La melancolía es, por tanto, poco práctica, como no sea para componer valientes versos desgarrados, conjeturas de anacoreta y dibujos monocromáticos. La melancolía nos sirve, oídlo bien, para darnos importancia. Se piensa en la muerte y en la futilidad de todo, sí, pero es la esperanza vana de ser importantes la que nos lleva a esa suerte de existencia quejumbrosa, tan pantomímica como las demás. Al universo, a la naturaleza, a cada arbusto y su gorrión les traen al pairo tus cuitas, o les abrasan tanto como a ti las suyas. El hecho es que tenemos un tiempo alegremente reducido en este mundo, y que podemos pasarlo engañado o penando, dándonos al placer sensual o al recogimiento orgulloso: cualquier opción es igual de mala y buena. Produce arte, eso está bien; comparte tu emoción con los insignificantes que quieran prestarte unos minutos de atención; préstale la tuya a otros. Para todo lo demás –recuérdalo–, estás solo. Acompañado y solo, solo en compañía. Si no se queja el olivo, viejo, arraigado y sabio, no lo hagas tú, con libertad para alterar tu existencia hasta el punto de acabarla. No siempre estarán ahí los sabores, los olores, los placeres y las vistas que hoy te ven penar. Haz el uso que quieras de ellos, quéjate del mundo si gustas pero, por favor, no te creas tanto. Sería absurdo.
Fotografía del autor en Carrica/Peñalba
(Segorbe, Castellón)