Claudia, a quien llegué virtualmente gracias a esa persona absolutamente única que es Mónica Baró, escribió este post que me removió algo demasiado hondo. Tanto que se lo leí a mi madre -algo que no suelo hacer-. Al terminar miro su rostro y lo encuentro lleno de lágrimas, marcado por esa luz del que se ha reencontrado con una verdad propia. Entre otro montón de cosas que me llevaré en mis cenizas, mi madre me dijo:
“Yo no sé decir esas cosas, pero así me siento cada vez que voy con tu hermana a México. Yo vivo dividida entre Morelia y La Habana, y no tienes idea lo que duele eso”.
Y pensé que este post que Claudia dejó en su blog también es un poco mío, aunque a mí me ahogue el eterno calor bochornoso de La Habana, aunque añore sin haberlas tenido las mil y dos cosas que ella ama de Toronto.
De la nostalgia y otras bendiciones.
por Claudia
Posted on 9 marzo, 2014“Más vale que no tengas que elegir
entre el olvido y la memoria
entre la nieve y el sudor.
Será mejor que aprendas a vivir
sobre la línea divisoria
que va del tedio a la razón.”
- Joaquin el grande Sabina
En unos meses, que en el fondo son una cadena de días, harán dos años de aquel Día de las Madres en qué dejé a mi vieja, con una fortaleza de Marianas Grajales, parada en la entrada de casa bajo la enredadera de Bugambilia morada, diciendo adiós con una sonrisa y el peso de mil muertes, mil entierros, en el pecho bravo.
“Te la estoy entregando viva. ¡Ella está viva!” Decía mi madre en jarana, parafraseando aquella dramática escena de la película Clandestinos, cuando un Luis Alberto García al borde del final, grita a todo pulmón que su Isabel Santos está viva, para que luego no haya equivocaciones cuando lleguen al cuartel a buscarla y nadie sepa de ella.
Mi amigo Leo y mi amigo David se ríen sin muchas ganas. Pero tienen que darle al menos eso a mi madre. Al menos la oportunidad de reírnos todos, como si no me estuvieran llevando al aeropuerto dónde, Pam! me pondrán el cuño de salida definitiva.
Ya la noche anterior, o más bien madrugada, habíamos vaciado todos juntos varias botellas de múltiples alcoholes. Habíamos cerrado en unos abrazos intensos el juramento innecesario de perpetuar nuestra amistad (ni falta que hacía si ya estaba perpetuada desde el primer día). Ya Mónica había hecho sus danzas incomparables, y aunque no nos complació con sus interpretaciones de Miriam, quedamos todos inmortalizados y destilando alcohol en las fotos que nunca veo. Las fotos, sí, las tengo escondidas, me lo recetó el doctor.
Harán dos años y yo sigo en el mismo lugar, de cierta manera. La Habana me queda chiquita cada vez que la visito, y Toronto me queda cada día más grande. Mientras más nado, más cerca me siento de la orilla. A cada rato me pasa un buque petrolero por el lado, yo le sonrío, me pregunta si necesito salvavidas, yo le digo que no, que yo soy de una isla del Caribe y mi vida es el agua. Pero me cansa nadar contra la corriente, con tanta agua fría, con tanto edificio gris, tanta gente ausente, tanto zombie en el metro, tantos conocidos que nunca pasan de ser eso… Me cansa. ¡A la puta te tendrías que haber ido a Madrid!
Mis recuerdos flotan conmigo a dónde quiera que nado. Si a favor o en contra, siempre están ahí, a veces para hundirme, a ratos para salvarme del delirio. Sueño despierta que subo a un avión, que me bajo en un lugar desconocido, y que en un café casi vacío, están todos ellos esperándome, todos a reventar de alegría por verme y por verse. Porque al final, siempre fuimos mejores cuándo nos vimos reflejados en los ojos de los otros. Porque con colas, largas esperas del P1, la censura y los mil demonios, siempre fuimos mejores cuando nos sentábamos a tocar temas intrascendentes o planear fugas perfectas en la terraza de 28.
¡Adáptate de una puta vez! Me gritan el sentido común y la razón ajena. Y yo trato. Créeme que trato. Pero nadie entiende que en este suelo mis raíces no cogen. No me doy. No crezco. Porque me falta un alma, un espíritu, un coger el teléfono y decirle a alguien “hazme la media a la tienda”. Me falta un sonar el timbre, y yo en paños menores, abrirle la puerta a cualquiera de los inoportunos estos que se pasaron la vida pasando por casa sin avisar. Que importa si yo andaba medio en cueros, ¡cuántas veces no me habrán visto en fachas peores! Y agarrar la sábana y taparte como puedas, sentarnos en el sofá y poner el Canal Educativo, y romper a hablar la misma mierda de siempre, porque nos encanta hablar basura, resolver los problemas del mundo, reformar el Partido, dictar las pautas para el hombre nuevo, dirigir películas mejor que Spielberg, escribir libros que ni García Márquez… Nos encanta sentarnos así, sin más preocupación que a quién le toca ir a buscar la botella de ron, y hablar hasta que las cuerdas vocales nos supliquen un break.
Trato de pasear por Toronto, sentir su alma. Me despeina un aire de ciudad moderna y olor a limpio cuando el metro entra a toda velocidad en la estación. Me deslumbran los carteles, las calles impecablemente limpias, la gente que tú tropiezas con ellos y te piden perdón a ti. Las meseras que te atienden con un amor como si les hubieses regalado tu primer hijo macho. Me encanta la internet a toda velocidad, en todas partes, a precios módicos. Me fascinan mil y dos cosas de esta sociedad nueva a la que nadie me mandó a venir, a la que nadie me pidió mudarme, a la que yo solita decidí hacer mi nueva morada. Pero no soporto el frío, ese que no tiene estación fija. No soporto ese frío inmenso en pleno verano, de no tener con quien hacer las cosas que te gusta hacer, de no conocer a nadie porque nadie se dirige la palabra a menos que ya se conozca. Ese aire fétido de gente que solo camina, robóticos, sin más espacio para ti. Gente a la que no le cabe una preocupación más, porque el índice de deuda en que vivimos todos acá es ridículo. Porque todos nos desvivimos por trabajar, por poder tener el dinero para pagar todas las cosas que “necesitamos”. Así las cosas, y yo sin adaptarme.
Pero no cojo lucha. No puedo. Ya cambiará algo. Ya dejará de torturarme este cerebro bilingüe que lo mismo piensa en inglés que en cubano. Este corazón que un día se infarta con el estado de la política de Ontario y al día siguiente llora con el precio de los carros en Cuba. Tengo fe en que algún día, así como de sorpresa, tal vez por mi cumpleaños, dejaré de estar encima de la cerca, o estar encima de la cerca dejará de ser un problema. Algún día no me tocará “elegir entre el olvido y la memoria, la nieve y el sudor”. Aspiro a ser ciudadana del mundo, y que nada humano me sea ajeno. Ya ese día me dará lo mismo si estoy en Cuba o en Canadá, o en Timbaktú. La bandera sí es un dilema, con la patria y la geografía. Ya dejaré de necesitar definirme con un himno y un idioma. Ya. Algún día. Tal vez mañana.
(Tomado de Los muchos caminos)
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