Revista Arte

De la poesía mística al impresionismo literario. El problema de la inefabilidad

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

Suele decirse que la poesía es el idioma de la inefabilidad, pues se supone que el poeta se esfuerza siempre por expresar lo inexpresable. No obstante, hubo períodos en la historia de la cultura en los que el problema que se desprende de esto parecería haber sido más intensamente abordado que en otros.

En este artículo analizaremos de qué manera lo afrontaron, en sus respectivas épocas, la poesía mística y el impresionismo literario.

Para llegar a la unión con lo divino, al menos según los teólogos y tratadistas religiosos, hay tres caminos o vías: la vía purgatoria (que implica el momento de la purificación de los pecados), la iluminativa (que sería el estadio resultante luego del ejercicio ascético) y la unitiva (la perfecta unión con Dios).[1] Esta última vía, quizá la más compleja, es la que conduce al estado beatífico, estado de arrobamiento y plenitud que solo puede describirse a través de una metáfora: el matrimonio espiritual.

Sucede que la poesía mística está signada por una doble carencia, carencia del objeto amado y carencia de un lenguaje apto para dar cuenta de ello, lo que de alguna manera profundiza ese sentimiento de orfandad tan característico en los seres humanos. Esta suerte de erotismo sagrado está a su vez acompañada por la noción de inefabilidad, inefabilidad que, por otra parte, define a todo hecho poético por ser, justamente, el fenómeno que le da existencia.

Este "matrimonio espiritual" es, además, autorreflexivo, puesto que, al objeto deseado, ausente en lo concreto, se lo busca en el interior del sujeto deseante. Sabido es que el místico ama más la huella de Dios en su interior que a Dios mismo, lo que lo transforma en una especie de onanista espiritual. Echémosles un vistazo a estos versos de santa Teresa, de modo que podamos obtener un ejemplo más o menos digno:

Como podemos apreciar, las imágenes que encontramos en la poesía mística están relacionadas con la tradición amatoria del Siglo de Oro, tradición en la que estos poetas, sin lugar a dudas, abrevaron.[3] Lo cierto es que no siempre fueron comprendidos. Sus contemporáneos no vieron con buenos ojos la marcada proliferación de signos inequívocamente eróticos que los poemas de estos místicos presentaban, y llegaron incluso a proscribirlos. Notable es, en este sentido, la explicación en prosa que se vio obligado a hacer san Juan de la Cruz para justificar el presunto exceso de sus poemas mayores: "Noche oscura", "Cántico espiritual" y "Llama de amor viva".

Podríamos agregar, acordando con Alain Touraine, que la historia de la vida religiosa en nuestro occidente judeocristiano, no es otra que la historia del distanciamiento creciente entre el racionalismo aristotélico transformado por los teólogos y la mística del sujeto perdido en el amor a Dios.[4] Por su parte, Georges Bataille nos dice lo siguiente: "En efecto, lo que revela la experiencia mística es una ausencia de objeto. El objeto se identifica con la discontinuidad y la experiencia mística, en la medida que tenemos fuerza de operar una ruptura de nuestra discontinuidad, introduce en nosotros el sentimiento de la continuidad".[5] Naturalmente, la "continuidad" de la que habla Bataille, esa suerte de completud trascendental, solo se da en el solipsismo.

"Las palabras no sirven", explican aquellos que las asumen inefables, y es esta misma inefabilidad la que llevará a los místicos a consagrarse a una técnica o estética de la brevedad, de lo sucinto.[6] Consecuentemente, el lirismo integrador propuesto por la poesía mística buscará menos las maratones verbales que el silencio primordial, menos el fárrago de la oratoria que la contención expresiva.

    Epifanía e inefabilidad en los impresionistas literarios

Para definir el impresionismo literario -en el supuesto caso de que algo así exista-, nos vemos forzados a hacer una revisión de los postulados estéticos de su rama pictórica, la más significativa, por cierto. Monet es el que, sin proponérselo, le da el nombre a toda una escuela cuando le pone a un cuadro suyo el título de Impresión. Manet, nombre que a primera "impresión" puede sonar parecido al del pintor antes mencionado, afirmaba que "sólo hay una cosa verdadera, plasmar al primer golpe lo que se ve y no se plasma un paisaje, una marina, una figura: se plasma la impresión que se tiene a una hora del día de un paisaje, de una marina, de una figura"[7].

Sin duda, el arquetipo de escritor impresionista se establece a partir de Marcel Proust. Este ambicioso y "bergsoniano" literato, en A la sombra de las muchachas en flor, no casualmente se detiene en la descripción de los cuadros de un pintor inexistente (un tal Elstir), en cuyo arte reconocemos semejanzas con las obras de los pintores impresionistas. El impresionismo reproduce las cosas como las percibimos en el primer momento, el único genuino momento, el momento en el que nuestro intelecto no filtra sensaciones, no reduce a conceptos meras apetencias, el momento en el que no necesita todavía explicarnos qué son las cosas y en el que no hemos sustituido la impresión que nos han producido por las nociones que poseemos acerca de ellas.

El concepto de epifanía, instaurado por Joyce, es otro ejemplo de impresionismo literario. Este recurso o fenómeno es una construcción tardía de origen simbolista (digamos que, la epifanía es un éxtasis, pero un éxtasis sin Dios; no es la "Trascendencia", sino la fatigada trascendencia de las cosas de este mundo). Los invito a entender lo expuesto en este fragmento también joyceano: "Una muchacha estaba ante él en medio de la corriente: sola e inmóvil, mirando hacia el mar. Parecía una criatura transformada como por un encanto en un extravagante y hermoso pájaro marino"[8]. Esta epifanía o aparición es promovida por la proyección, saturada de esteticismo, de un "yo" que se dispara queriendo enriquecer todo lo que lo rodea con una belleza crítica, teórica e ideal. El impresionismo es una catarsis natural para los enfermos de belleza.

Los impresionistas, ya sean literarios, ya sean pictóricos, también fueron combatidos por la moral instituida. Max Nordau, expandiendo el análisis "lombrosiano", intentó demostrar que no siempre los degenerados son criminales, prostitutas y lunáticos, sino que, con frecuencia, son autores y artistas. Para Nordau, el degenerado artista moderno (al igual que el criminal) carecía de sentido moral.[9] La impresión, podríamos apuntar, es anterior a lo axiológico, es vital y subjetiva simplemente.

La sublimación de la experiencia que, en muchos casos, es sinónimo de deseo, también tendrá sus representantes en el universo de habla hispana. No hay un autor de lengua española que comparta tantos aspectos de la poesía mística y del impresionismo literario (siendo, en sí mismo, la síntesis de la dialéctica expuesta en este opúsculo) como Gabriel Miró. La sensualidad, la sensibilidad y el sentimiento de su prosa forman un mundo sin deformar el nuestro. Es que esos materiales se salvan por una crisis de formaciones: la serie de sonidos significativos, sugestivos y alusivos. La palabra, como la música, al menos para Miró, resucita realidades, las valora y exalta. Es que la palabra, ascendiendo a un grado de inefable pureza, logra un estado de existencia desconocido, situado más allá de la expresión y solo por ella sostenida.

La inefabilidad es lo que los místicos plantearon como problema y lo que los impresionistas literarios, no pudiendo resolverla, hicieron un rasgo estilístico. Miró, como dijimos más arriba, es el justo equilibrio entre las dos claras puntas del camino. Miró hace del símbolo algo conspirativo contra el orden declarativo del discurso utilitario. El siguiente fragmento es un válido ejemplo de esto que decimos:

¿Quién recogió las aguas entre sus brazos como una túnica? Únicamente Dios. Ya lo sabe Sigüenza. Sigüenza y muchos quisieran gozar del agua, cogiéndola, ciñéndola, modelándola como una ropa dócil a nuestros dedos. Se lo hace decir a Salomón en sus proverbios, que sea el agua tan infinita en sí misma, tan incorpórea en su cuerpo y la codicia de tenerla y de romperla en su unidad, fugaz y perdurable.[10]

Miró, como todo poeta (porque poeta es después de todo), quiere aprehender la realidad en una noción plástica y sonriente, aunque, íntimamente, sabe que el acoso de la inefabilidad yace en estado de latencia. La búsqueda estética o religiosa -si no son lo mismo en algún punto- no es otra cosa que la búsqueda de alivio y armonía. Pero, no olvidemos, y Alejandra Pizarnik así nos lo recuerda, que el problema sigue siendo el mismo: "explicar con palabras de este mundo / que partió un barco de mí llevándome".[11]

[1] Véase John White (Ed.). La experiencia mística, Barcelona, Kairós, 2000.

[2] Santa Teresa de Jesús en Poesía y Prosa religiosa de España, Buenos Aires, Colihue, 1995.

[3] En el poema de santa Teresa que propusimos como ejemplo habría que mencionar también la influencia de la novela sentimental, sobre todo, la de Cárcel de amor, de Diego de San Pedro.

[4] Véase Alain Touraine. Crítica de la modernidad, México, Fondo de Cultura Económica, 1994.

[5] Citado por Axel Gasquet en Georges Bataille. Una teoría del exceso. Universidad Veracruzana, 2014.

[6] Esto calará hondamente en la historia de la poesía occidental y tendrá su apogeo en la poesía pura de cuño simbolista.

[7] Citado por Umberto Eco en Historia de la Belleza, De Bolsillo, 2010.

[8] James Joyce. Retrato de un artista adolescente, Buenos Aires, Losada, 2013.

[9] Véase Umberto Eco. Óp. cit.

[10] Gabriel Miró. Años y leguas, Barcelona, Salvat, 1960.

[11] Alejandra Pizarnik, "Árbol de Diana", en Poesía completa, Buenos Aires, Lumen, 2003.


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