250 km de Porlamar a Punta Arenas, para ver este atardecer
Margarita, la isla. La del refugio perfecto, la que permite desandar sin prisa sus paisajes e ir dejando las angustias a un lado de la carretera. Margarita es el sonido del mar, el sabor de una empanada caliente y tostada con el bullicio de fondo, es tranquilidad y también es fe. Guarda el frío en la Sierra y nos deja el calor en su orilla; nos recibe siempre, bondadosa, y por eso nunca se van esas ganas de volver.
Era imperiosa mi necesidad de estar allí y así fue que me encontré detenida en pleno agite de la avenida 4 de mayo en Porlamar, el lugar donde todo sucede, desde donde se puede ir a cualquier parte. Sé bien que a la Isla de Margarita es mucho más cómodo ir en auto, pero si vas echando suerte a ser un viajero con cara de peatón, el viaje no es para nada imposible. Desde esta avenida, sus autobuses conducen a cualquier dirección que se requiera o, en todo caso, te dejan muy cerca. Ante los extremos, está bien tomar un taxi y hacerse amigo del taxista que siempre sabe historias que uno no conoce, que te cuenta la distancia de un lugar a otro, que intenta cuadrar contigo para irte a buscar luego. Un gesto de amabilidad que hace que te cobre menos, para que te sientas mejor y seguro. Nunca me he tropezado con alguien en Margarita que no quiera ayudarte con una dirección, o con las ganas de ir a alguna parte que no conozcas.
En la avenida 4 de mayo el café negrito se sirve caliente y dulce casi en cualquier esquina. Sus negocios abren al mismo ritmo a eso de las nueve de la mañana, pero ya para ese entonces todo ha despertado. La gente va de un lado a otro con sus compras tempraneras, con el desayuno a punto. Luego se encuentra con la calle Santiago Mariño, una suerte de boulevard en el que coinciden todos los gustos: desde los más artesanales, hasta los más delicados y exigentes. Siempre me ha gustado caminar por aquí, aunque me detenga por instinto en los mismos lugares. Camino de día, e incluso lo hago un poco más allá de las diez de la noche, aun cuando la advertencia es la de no estar por ahí a esas horas. (Se fue la luz en plena caminata, me tocó apurar el paso y sentir que la puerta del hotel se alejaba 50 metros con cada zancada, pero finalmente, llegué).
El mercado de Conejeros, tempranito, lleno de empanadas
Eran las ocho de la mañana cuando me quedé detenida en esa avenida. Esperaba a mi tocaya, Adriana, para ir a recorrer la isla por ahí. No nos conocíamos, pero era como sí. Nos abrazamos como quien se ha extrañado por mucho tiempo y nos perdimos en conversaciones y en la música que las acompañaba, como si no hubiera mañana. El día estaba lluvioso y oscuro, justo como uno no quiere ver los días en la isla. “La lluvia es bondad”, me dice Adriana. “No importa que llueva, ella igual se va a portar generosa para que la miren”. Y así fue.
Hacemos una parada improvisada en el mercado de Conejeros. Si uno quiere saber cómo son realmente los lugares que visitamos, entonces hay que ir a su mercado principal. Comida de un lado, ropa por el otro; un espacio amplio que invita a caminarlo con calma. Aquí desayuno una empanada de cazón y un jugo de naranja fresco y preciso, pero tengo cualquier cantidad de sabores para elegir y muchos puestos llenos de sonrisas para que te quedes allí probando la sazón margariteña. La lluvia cae entre tanto ruido, pero es suave y breve; nos va limpiando el camino.
Vamos hacia el Parque Nacional Laguna de la Restinga, un paisaje que vi cuando estaba pequeña y que no logro recordar. Hay dos maneras de conocer sus bellezas: en carro, por un camino de tierra que termina en casitas, playa y gente amable. Un recorrido que no conozco, pero que me lo han contado muchas veces. Otra, en lancha, para pasear por la laguna y sus canales y llegar a la playa. Hay que decir que la Laguna de la Restinga es un humedal de importancia internacional (es decir, un espacio indispensable para mitigar los impactos de cambios climáticos en los ecosistemas naturales), protegido por la Convención Ramsar por todo su valor ecológico y por la diversidad de ecosistemas marinos que aquí se conservan.
La entrada al Parque Nacional Laguna de la Restinga
En el muelle, antes de salir
Navegando la laguna, con el cerro de Macanao, al fondo
Navegar por la laguna es la manera más rápida de entrar en estado de relajación. La brisa golpea el cuerpo entero mientras se va en esas lanchas que son hechas por manos margariteñas, que son en sí una fiesta de colores y trabajo arduo. La laguna no tiene más de siete metros de profundidad, es amplia y en la cercanía de sus manglares se pueden ver las ostras (que se pueden comer de una vez, si tienen algún limón a mano), estrellas de mar, cangrejos azules, peces de todos los tamaños y otras curiosidades. Los canales llevan nombres curiosos: Plaza mi eterno amor, El Beso, El Encanto, María Guevara, Túnel de los enamorados y varios más. Los lancheros hacen bromas en el trayecto, cuentan alguna historia que siempre nos es desconocida y hacen el paseo más agradable. Cuando ya toca dar la vuelta, el cerro de Macanao se ve en toda su amplitud. Dicen los margariteños que si logran ver la silueta del indio acostado en esa montaña, entonces es que Macanao les está dando la bienvenida. Yo no logré verla, pero igual me trataron bien.
Íbamos dejando la lluvia atrás y el paisaje de la laguna cambió por el del suelo árido, por el de la montaña cercana. Estamos al oeste de la Isla de Margarita, alejados de todo en la península de Macanao, justo a donde van quienes quieren pescar en tranquilidad y disfrutar de playas con poca gente.
En algún lado del camino, aparece la salida hacia Cabatucán, una suerte de oasis. Ahí nos recibe Patricia y su sonrisa que es un abrazo cordial, para enseñarnos la caballeriza que cuida con tanto amor. Desde aquí se puede salir a pasear en caballo, con toda la seguridad posible, y sumar una aventura distinta a la visita a la isla. No conocía el lugar y me atrapa de inmediato su silencio, su piscina serena desde donde se deja ver otra isla, la de Cubagua.
En Cabatucan, antes de salir al paseo a caballo
Cabalgando por ahí
Anoto en un papel que mi experiencia cabalgando se resume a una “P”, de principiante, pero incluso hasta al más experto le dan un casco por seguridad y la charla para aprender a entendernos con el noble animal. Y entonces, nos vamos.
No hay más ruidos que el casco de los caballos sorteando las piedras y la aridez del sendero. Cactus a ambos lados, un cerro que se levanta hermoso y una playa que aparece justo cuando la vista la necesita. Subimos, bajamos y solo hay calma. En todo el trayecto aparecen unos pequeños árboles de tronco verde que se llaman Cuicas y que los margariteños le llaman “Siempre verde”, pues de noche se ven fosforescentes. Y como mi mente vuela, imagino que cabalgar por allí de noche debe ser un escándalo verdísimo del que no se quisiera salir hasta el amanecer.
Reposo la cabalgata viendo el mar, mientras aprendo algunas palabras en francés y me tomo dos cervezas. No hay apuro en una tarde que transcurre despacio, calurosa y con la lluvia en algún otro lado que no es ahí.
Atardecer desde Punta Arenas
Reviso el mapa. Un poco más en el camino y estamos a 250 km de Porlamar, de esa avenida 4 de mayo que dejé despertando en la mañana. Vale la pena recorrer todo eso nada más para ver el atardecer desde Punta Arenas, última parada de un día lleno de contrastes. Se llama así, Punta Arenas, porque es el extremo suroeste de la isla y porque, claro, tiene forma de punta. A ambos lados, tiene una playa; una más tranquila que la otra y es posible quedarse allí en alguno de sus restaurantes y sorteando las lanchas de los pescadores, probando algún pescado, pero sobre todo, dejando que el paisaje nos arrope y suceda. Dejando que el atardecer ocurra despacio, que el cansancio caiga en el cuerpo, que el suspiro acertado llegue y se sepa que ver el mar y tener los pies llenos de arena es como agua clara pa’l corazón.
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- Para hacer algún paseo distinto por la Isla de Margarita con Adriana Sánchez, pueden contactarla en su cuenta de Twitter @RecorridoPor ¡Una maravilla!