"CIPIÓN - Entonces, usted prohibiría la televisión y las hamburguesas, como los talibanes.
BERGANZA - No, yo prohibiría sólo la dominación. La idea de un arte separado de la vida, ya sea en los museos para contempladores cultos, o en la televisión para espectadores incultos, me parece una idea que sólo puede explicarse por la separación efectiva entre los productores y los consumidores. En la Antigüedad, por ejemplo, los poetas eran productores, como los zapateros o los carpinteros, no tenía sentido construir objetos que no sirviesen para un uso, para una estilización de la vida cotidiana. La sociedad burguesa moderna ha creado la ilusión de que la belleza consiste justamente en construir cosas que no tienen utilidad, que son más sublimes que los útiles, precisamente porque la sociedad burguesa moderna considera que hay algo más sublime que el valor de uso, a saber, el valor de cambio (...) "el dinero puro" (José Luis Pardo. Estética de lo peor, pag. 9)
Este texto es especialmente atinado para manejar la diferencia entre uso y producción según las coordenadas del arte moderno, y para ello el autor introduce el concepto de valor de cambio, que parece aquí como una forma extrema del valor de uso. A saber, el valor de uso extremo de un útil es aquel vacío de contenido que no sirve para nada, pero que todo el mundo desea, y por lo tanto es fácil de cambiar, y sin embargo, si se conserva mantiene ese valor, aporéticamente vacío. A nadie se le escapa que esto no es el arte, es, sin más, el dinero. Sin embargo, la pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿no es el dinero la forma de arte sublime?, y precisamente porque es fruto de las producciones y usos de los seres humanos que no mantienen una relación inmediata. Si es así, el dinero real no puede ser creación de un genio, ni de un artista, ni de un legislador, sino de las distintos conocimientos de producción y uso que han sido intercambiados. De este modo, el dinero remite a contenido que no es el de los productos que fabrica, sino el de los afectos que se mantienen con una comunidad por la que uno no está afectado, más que de una manera inmediata, a través de la televisión si se quiere. Que el deseo en este sentido sea un deseo de nada (o de muy poco, de hamburguesas de poco valor energético) es, ciertamente, un peligro, pero lo es más si alguien dictamina lo que nadie puede dictaminar, el valor de cambio, porque no hay legislador, ni artista ni genio capaz de saber su valor, al margen de los usos y producciones de los actores, y espectadores. El autor de tal valor no es nadie, y tampoco existe el espectador total, imparcial, porque el espectador siempre es juez y parte.
El valor de cambio exacerbado no es culpa del Capital, quizá más bien del Estado, o de cualquier institución (en realidad el valor de cambio exacerbado del dinero en nuestro tiempo está representado por los Bancos centrales, y la Reserva federal americana) que pretenda interpretar los valores de uso de las personas, de todas ellas. El valor de cambio que representa el dinero es lo que en otra entrada he denominado el pacto social, un débil pacto social que siempre se está renovando, y que pone a prueba constantemente su eficiencia. El valor de cambio es la expresión de lo que se añora de la Comunidad, la trama de los afectos, aquello que más valoramos, y que ahora criticamos porque le hemos puesto precio. Sin embargo, es de necios creer que los seres humanos en sus usos confundieron valor y precio. Quizá los únicos que lo confunden son los legisladores de tantos Estados, que ponen precio a la educación, a la sanidad..., escudándose en eslóganes sobre el bien común, la voluntad general, los derechos...
Pero para que el dinero remita algún contenido, los consumidores, los clientes, los usuarios no deben olvidar (sino recordar, saber), que el dinero es obra suya, y por tanto, son sus propietarios.