Revista Deportes
En las trincheras no hay compasión, ni margen para la vacilación. En las trincheras, cada yarda es tomada al asalto o defendida hasta la aniquilación. No es un juego vistoso. Tampoco el tipo de football al que nos han acostumbrado en los últimos tiempos. En las trincheras se ganan los partidos por fuerza bruta, empuje, casta, tenacidad y coraje. Puede que incluso para alguno sea un estilo aburrido, soporífero, demasiado espeso como para ser digerido.
Les llamo "partidos de repetición" porque lo más apasionante se esconde tras alguna de esas magníficas repeticiones, a cámara lenta y recreándose en la suerte, que la realización televisiva nos ofrece descubriéndonos todos esos secretos. Sin ellas nos perderíamos el ochenta por ciento de lo que sucede sobre el césped. Habituados a centrar nuestra atención en esos brillantes quarterbacks y receptores, capaces de proyectar y atrapar el balón a decenas de yardas de distancia. Y llevados por la adrenalina de lo instantáneo olvidamos echar una mirada a esa línea imaginaria que, separando ambas escuadras, atraviesa transversalmente el terreno de juego. Línea de scrimmage la llaman por no referirse a ella como "trinchera de sangre y fuego". Hablemos de ellas.
Durante la regular season, los Houston Texans fueron la segunda mejor escuadra en defensa, los Baltimore Ravens, la tercera. Contra el pase, los de Texas consiguieron la tercera posición mientras que los de Maryland se hacían con la cuarta plaza. Por si fuera poco, los locales se distinguieron por ser los segundos mejores defensores frente a la carrera; los visitantes ocuparon la cuarta posición. Así que uno no tenía que ser necesariamente un gurú del football para suponer que, una vez desplegadas las formaciones y parapetadas en sus posiciones, lo único razonable era esperar que el partido se resolvería, bien por alguna genialidad, bien por algún detalle imprevisto.
Y sucedió nada y un poco de todo. Los Texans condujeron su destino de forma titubeante. Watt demostró nuevamente ser uno de los baluartes que Wade Phillips ha levantado este año, apuntalado por un Danieal Manning que cierra la temporada en clara progresión. Arian Foster hará las maletas en el convencimiento de que podía haber causado mayores estragos si desde la banda no hubieran forzado a un rookie, casi sin experiencia y con mucho que aprender, a lanzar, lanzar y seguir lanzando pese a los síntomas claros que Yates emitía al no poder asumir tantos desafíos. Los Ravens ejecutaron un plan de juego extremadamente rígido pero suficiente como para imponerse a sus rivales. Aprovecharon un par de turnovers para anotar dos touchdowns, poner tierra de por medio, conservar la ventaja en el marcador y reducir el partido a su mínima expresión, de vuelta a la trinchera. Ray Rice y Ricky Williams apenas superaron la línea defensiva contraria. Anquan Boldin halló, entre el desierto de recepciones que atravesó durante la tarde de ayer, su particular oasis en forma de único touchdown. Mientras en defensa brillaban con luz propia las dos intercepciones de Lardarius Webb, el trabajo del indomable Ray Lewis y un sobresaliente Ed Reed. ¿Y su quarterback?. Joe Flacco es un mariscal de campo a la defensiva y retraído. Un líder atrapado en una especie de contención obligada que, desde la banda exige de él un juego de riesgos mínimos y muy calculados. Es asumir un perfil bajo y pasar lo más desapercibido posible.
El cielo nunca estuvo tan próximo en Lambeau Field pero, esta vez, no para los locales. Durante muchas semanas vivieron en una ficción, en una irrealidad que acabó por desplomarse sobre sus cabezas y en el debate de concepciones de juego que planteé la semana pasada, una muesca más se añadió en la empuñadura de mi pistola. Los más apasionados esperaban ver al peor Eli Manning, porque en ocasiones, es más fácil caer en el error de pensar que la suerte de un partido depende solo de lo que un quarterback pueda o no pueda hacer. El partido de ayer debería enseñarnos que, para lo bueno o lo malo, la valía de un quarterback -o por extensión, de cualquier jugador- no puede ni debe medirse en base a un solo encuentro y que, los éxitos de un mariscal de campo dependen de algún factor más que de su habilidad de pase. Apuntemos algunos: permeabilidad de su línea ofensiva para darle el tiempo y la tranquilidad suficiente para buscar el receptor más adecuado, habilidad del receptor en el desmarque y la recepción del envío, potencia del pass rush rival en capturarle, buen juicio en la selección del playcall. Y sin quitar ningún mérito a nadie, algunos de estos factores jugaron en contra de los locales.
Eran los Packers, invencibles, en una de sus temporadas más victoriosas. Bastaba con un ataque descomunal y una defensa que permitía más yardas que nadie pero menos puntos que la mayoría para cumplir el trámite de Indianapolis y disfrutar del retorno de Vince Lombardi a su cuna. Nadie iba a permitir que estos Giants de los 2008 repitieran el resultado conseguido ante Favre, figura a quien culpar de todos los males, en una especie de venganza sorda y prolongada que les atrapa desde hace más de cuatro años. Eso ya no era posible. No pasaría. Y acertaron en el pronóstico: fueron superados, no por un único field goal, sino en prácticamente cada faceta del juego. La offensive line de los Giants no permitió que su quarterback oliera a los Pickett, Wilson, Raji, Bishop, Zombo, Hawk, Peprah o Matthews mientras que en el lado contrario los Boley, Rolle, Grant, Webster, Pierre-Paul o Umenyiora se convertían en un serio problema. Tanto cambiaron los planes locales que, suprimido el juego de pase (ningún receptor local superó las 46 yardas totales), los de Green Bay tuvieron que recurrir a las carreras de Ryan Grant y John Kuhn, tan deshabituados en estas lides que ambos registraron un fumble por cabeza. Los de la Gran Manzana, con su defensa creciente, simplemente desactivaron el ataque quesero, les sacaron a empujones fuera de sus esquemas y les obligaron a jugar con las facetas del juego que ellos mismos habían preferido olvidar durante toda la temporada: carrera y defensa. Y en este punto, Tom Coughlin no solo había ganado la batalla de The Frozen Thundra sino que, en el envite, dió toda una lección a Mike McCarthy.
Ahora podemos pensar que Aaron Rodgers no tuvo su día, que falló en exceso, que se precipitó o que sus receptores dejaron caer balones que habitualmente hubieran sumado un buen número de yardas de pase. Podemos seguir mirando hacia nuestra realidad, pensando que basta con un ataque monstruoso para ganar el campeonato de la NFL, buscar un par de excusas más y seguir adelante. Yo preferiría que los responsables no volvieran a caer en el pecado del orgullo y la soberbia, que les llevó a pensar que enmascarando la realidad uno puede presentar los hechos como no son. Quisiera que alguien en Green Bay repasara, no sólo este decisivo partido, sino los errores en la concepción del juego que cometieron hace meses y que, estúpidamente les llevaron a renunciar al juego de carrera y a una defensa, no ya dominante, sino pensada para acumular algo más que victorias durante la regular season. Porque la derrota debe ser el mejor de los maestros si sabemos asumirla como debemos.