Ni en Holocausto caníbal (1980), ni en Ichi the Killer (2001), ni en Old Boy (2003), ni en Kill Bill (2004). En Bambi (1942) ocurre la escena más violenta de la historia del cine cuando a la madre del famoso cervatillo la da caza un malvado ser humano. A pesar de estar construida desde el punto de vista del protagonista animal y de que la muerte aparece representada únicamente por el sonido de la escopeta ejecutora, la escena ha logrado pervivir en el imaginario colectivo gracias al mecanismo afectivo que fuerza a identificar la violencia con su noción trágica y, por lo tanto, más negativa.
Que la violencia es inherente al ser humano y que su potencia es tan grande que ni los grandes acontecimientos deportivos han conseguido domesticarla siempre lo tuvieron claro los grandes cineastas antes de ser bautizados como “autores”. Así por ejemplo, un demócrata como John Ford (El hombre tranquilo (1952) es su mayor elogio) ha pasado a la historia como un fascista a base de transgredir lo comúnmente aceptado y llevar al límite los usos y costumbres de la violencia para exponer reiteradamente una tesis difícil de asimilar: en un territorio ya civilizado, la aparición de la violencia sigue siendo lo único que puede dar salida a las diferentes aporías con que se topa la vida. Las comunidades fordianas, aunque conscientes de ello, debían ocultarlo para asegurarse un futuro prospero. Sus héroes eran reprobados y su sacrificio condenado a un terrible olvido sobre el que se “imprimía la leyenda” de toda una nación.
Entre el tiempo de la narración clásica (la que encadena certezas) y el del postrelato (el que solo indica posibilidades) el cine asistió a una metamorfosis descontrolada de la violencia en sus ficciones. Fue el momento en que ya resultaba innecesaria una argumentación que la justificara. La violencia por la violencia, un recurso meramente estético sobre el que reflexionó amplia y profundamente Stanley Kubrick en una época donde las exhibiciones de atrocidades más variadas (desde la pelea nerd hasta la tortura gore) habían pasado a ser tan cotidianas como para conseguir que la violencia precipitara en lo violento.
Sobre este “nuevo” concepto han girado las temáticas de los filmes más interesantes de la década naughties que acabamos de abandonar. Kim Ki-Duk con La isla (2000) y Michael Haneke con La pianista (2001) abrieron fuego partiendo de un gesto similar: una mujer desgarra su clítoris con un objeto cortante (un anzuelo y una hoja de afeitar respectivamente) para afirmar una sexualidad anulada por la falta de las palabras necesarias con que expresar sus sentimientos. Lo que un principio se vio como un mero espectáculo hard, ha terminado por revelarse como ese clamor del cuerpo reducido a su propia materialidad estudiado por cineastas tan interesantes como David Cronenberg, Nicholas Klotz o Philippe Grandrieux. En todos ellos la carne duele porque es incapaz de encontrar el desahogo de lo sublimado en un cuerpo sometido por las imágenes de la violencia. Lo violento aparece entonces como la rebelión del cuerpo contra su condición para establecer una nueva forma de comunicación capaz de expresar los acontecimientos que ya solo tienen lugar en él. De esta manera, cada corte en la piel y cada borbotón de sangre se erigen como las nuevas palabras lanzadas hacia el futuro desde nuestro tiempo.
Publicado en Azul Eléctrico Cultura Subterránea nº 12: “Formas instaladas y derivas estéticas de violencia”
Ricardo Adalia Martín.