Revista Religión

De Martín Rey al cielo

Por Soy_pastoreno
De Martín Rey al cielo
El templo es como un vientre materno a punto de dar luz a una nueva vida: oscuro, cálido, silencioso, el júbilo aún contenido. Las calles no respiran porque les falta el impulso vital que sólo da el corazón. Tres golpes secos de martillo son sus latidos a las diez en punto de la noche. Cantillana, ocho de septiembre. Alberto Gallardo ha gritado: “¡Al cielo con la reina de Cantillana!” Sólo en ese preciso instante, ahora sí, comienza la vida a latir plenamente en Cantillana.
Entonces, son los jóvenes costaleros pastoreños como los sumos sacerdotes que portan sobre sus hombros el Arca de la Nueva Alianza en forma de Virgen Pastora, levemente cubierta por una pellica. Así lo labraron en la plata los herederos de Villarreal: escrito está con el sudor de los blancos costales. ¡Qué bien lo han sabido plasmar tus manos de artista, Luis Manuel, amigo!
Va saliendo del letargo; “poco a poco”, dice Antonio el Bole y a poco que se mueve por el interior del templo se adueña de quien la contempla majestuosa sobre su paso, sin querer abandonar la casa que la alberga durante todo el año, pudorosa todavía, más aún, abrumada por el clamor de las gentes que, desde el exterior, invade lo sagrado de las naves del recinto.
Pentagramas celestiales la van acunando hasta el dintel mismo de la puerta. La calle es expectación todavía, oscuridad, incertidumbre en la certeza de que el milagro se va a obrar de un momento a otro, sin saber cuándo.
Cúmplese la maravilla cuando los primeros nardos acarician la calle recibiendo el aire de la anochecida. Himno Nacional para la Señora, palmas y vítores que ni siquiera pueden salir, confundidos con las lágrimas. Tiemblan enardecidos durante minutos el cielo y el suelo. Es ocho de septiembre en Cantillana y sale el sol del mediodía cuando despunta apenas la madrugada.
Asoma por Castelar el brillo argénteo de los candelabros del paso poniendo destellos a la oscuridad de la calle. Atrás quedaron las estrecheces del callejón de Josefa cuando Martín Rey (Martín Rey es esa noche como la describió Pepe Carrascal hace muchos años, la “antesala de la gloria”), Martín Rey es un enjambre de almas inquietas que apenas pueden moverse. Y no son los cuerpos, no, los que llenan las calles, sino los corazones henchidos del gozo pastoreño que apenas pueden cobijar los pechos cantillaneros, es el “orgullo de ser pastoreño”, tantas veces repetido esa noche por Pastora la de Capú.
Encarna Villarreal agarra con fuerza los barrotes de su balcón, asomada a este palco privilegiado en la encrucijada de Castelar con Martín Rey, cuando la Pastora gira, buscando la calle en la que va a ocurrir todo en nada de tiempo, ni un segundo si quiera. Se hace la noche más oscura en la noche más luminosa.
Suenan entonces los Campanilleros eternos en el corazón de cada pastoreño y la calle se hace en su oscuridad, silencio, caricia, arrumaco...
Rosario Morejón abre las puertas de su casa para recibir al padre Rejos y Pastora Rivas adorna su fachada con esmero, para que no le falten las flores a esta Pastora del cielo.
Al cielo. También se nos fue de Martín Rey al cielo el poeta Montero Galvache, el que mejor le cantó a la ceremonia del sombrero, y que este año recitó sus versos desde lo más alto, repitiendo con el eco en la noche de septiembre:
¡Qué sal la de tu sombrero
descubriéndose a la gente!
¡Y qué delicadamente,
con que amor tan zalamero,
el ángel cantillanero
te lo coloca, María,
sobre la morenería
de tu guapura campera
como sombrero y bandera
para el sol de la alegría!

Para terminar cantando:
Hecho está con la alegría
de los ojos celestiales.
Así que cuando tú sales
a procesionar, María,
lo que ve en la cortesía
de tu sombrero, tu gente
es a Dios que, sonriente,
al quitarte tu sombrero
se asoma cantillanero,
en la gloria de tu frente.
El paso ya se arrió en este Martín Rey eterno. Ha subido, el padre Rejos para quitarle el sombrero y descubrir su rostro limpio al pueblo cantillanero.
Lluvia de pétalos se hizo, esta Martín Rey del cielo, fue el ocho de septiembre, en presencia del Padre Eterno.
Hay un instante en el año,
dos centímetros de tiempo,
en que el cielo se hace calle
y toda la calle es cielo.
Vive entonces Martín Rey
su más glorioso momento
en ese instante impreciso,
contradictorio e interno.
Yo no sabría explicarlo
con palabras ni con gestos,
ni tan siquiera contarlo,
que hay que venir y verlo.
En ese instante la noche
troca su esencia, creedlo
y el sol más radiante impone
el gozo de sus destellos
rompiendo el silencio frío
con bullicioso caldeo.
Para apaciguar tal luz,
para sofocar tal fuego
del cielo raso la noche
diluvia floral revuelo
y entusiasmado el espacio
loco se llena de pétalos.
Y en esa lluvia no faltan
gotas de llanto sincero
ni pararrayos de brazos,
ni relámpagos, ni truenos:
salvas de honores que estallan
al modo cantillanero.
Y a todos nos gustaría
que así estuviese lloviendo
días y meses y años
y siglos y hasta milenios.
Lo inunda todo la rosa
del diluvio pastoreño.
Pólvora, flor, luz y grito,
y entre gritos desde el suelo
blancas almas que se elevan
entre blancos aleteos
y huele el instante a risco,
a lentisco y a romero.
Todo por algo tan simple,
pero a la vez tan complejo
como ese gesto cortés
en que se quita el sombrero
la Virgen misma, señores,
para saludar al pueblo.
¡Qué finura en Martín Rey!
¡Qué locura y embeleso!
¿Habrá cosa más sencilla y
más grande en un momento?
Y es que como está tan linda
Cuando trae el sombrero puesto
Y como al quitárselo está
para comérsela a besos
Cantillana la quería
ver sus calles recorriendo
con el sombrero y sin él
para su mayor contento.
Así inventó Martín Rey
el ingenio pastoreño
e hizo de esa ocurrencia
el santo y seña del pueblo.
Todo ocurre en un instante,
dos centímetros de tiempo
imposibles de narrar
con lo pobre de estos versos.
Palmas, llantos y oraciones,
piropos y vivas recios
por el gozo de lo blanco
pierden la noción del tiempo
que, Martín Rey siendo noche
es resplandor mañanero.
Martín Rey es lluvia seca.
Martín Rey es frío fuego.
Martín Rey hiela y abrasa
toda la sangre del pueblo.
Martín Rey es puro grito,
y es mano tentando el cielo,
y es paloma que se escapa
entre pétalos y pétalos.
Martín Rey es la locura
y el clamor tras el silencio.
Martín Rey, cómo decirlo,
desde los arcos al centro
no es una calle cualquiera
es la calle de este pueblo.
Martín Rey es Cantillana,
orgullo cantillanero
y como tal, pastoreña
e inimitable, lo siento.
Y guardan las escrituras
de Martín Rey en el cielo
doña Rosario y Encarna,
Pastora y el padre Rejos
y sabed que ya están puestas
a nombre, para lo eterno,
porque pastoreña es,
de todos los pastoreños.
Todo ocurre en un instante,
dos centímetros de tiempo
imposibles de narrar
con lo pobre de estos versos.
Subiendo por Castelar
un son de campanilleros
nos adentrará en la noche
más grande del mes noveno,
cuando el ocho más redondo
tenga forma de sombrero
y la calle sea túnel
perfumado con romero.
Desde que entra radiante
hasta que llega hasta el centro
arrolla el paso agitando
olas de almas sin cuento.
Y cuando llega la Virgen,
ay, cuando llega, el tiempo
termina ya de pararse,
y se convierte en eterno.
Martín Rey es la locura,
y el clamor tras el silencio.
Martín Rey, cómo decirlo,
desde los arcos al centro
no es una calle cualquiera,
es la calle de este pueblo.
Antesala de la gloria,
portentoso jubileo,
paradigma de septiembre
y visión de los anhelos.
Y por eso, Cantillana,
pastoreñas, pastoreños:
Martín Rey es pa morirse
en ese santo momento,
en ese instante del año,
dos centímetros de tiempo,
en que la gloria de Dios
estalla bajo el sombrero
y la Pastora nos lleva
desde Martín Rey al cielo.
Versos de Luis M. López Hernández, del pregón de la Romería del año 2000, pronunciado por José María de la Hera Sánchez

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