Casi un cuarto de siglo después, leo el prólogo que Sergio Bellver ha preparado para el libro Madrid, Nebraska y encuentro argumentos muy similares a los que sustentaban mi entonces polémico artículo. Si en aquel momento pensaba casi en solitario que ya en los cuentos de Ignacio Aldecoa se respiraba la cotidianidad en suspenso, casi minimalista, que muchos creían descubrir por vez primera en los relatos de Carver o de Richard Ford, hoy esa percepción está mucho más extendida. La más notable diferencia entre un realismo y otro estaba en los escenarios, en el telón de fondo: en los cuentos del bilbaíno podía ser un barrio de Madrid o un pueblo remoto de Castilla y en los de Carver o Ford una localidad de Montana o de Nebraska. Sin embargo, hoy, al comienzo de la segunda década del siglo XXI, cuando la globalización se ha extendido hasta extremos impensables hace sólo diez años, aquella diferencia entre nuestro realismo duro y directo de los cincuenta y el realismo sucio americano aplicada al cuento que hoy se escribe se han hecho menos evidentes: los paisajes también se han globalizado.
Desde los años noventa, nuestros más jóvenes escritores de relatos han tenido en la short story norteamericana del realismo de los ochenta un referente más o menos explícito. Incluso autores anteriores como Cheever, Faulkner, Salinger, Hemingway, Kerouac (cuyo On the road ha seguido influyendo en los más jóvenes) o Melville, han dejado su impronta en buena parte de ellos. Sin embargo, ese fenómeno en pocas ocasiones se ha puesto de relieve. Casi todas las antologías de nuevos narradores lo han obviado. Incluso algunas editoriales, especialmente beligerantes en la defensa del género hasta el punto de situarse como referentes (pienso en Páginas de Espuma, en Menoscuarto), han dejado de lado esa circunstancia.
Sergio Bellver ha tenido la inteligencia de captar esa respiración, esa empatía, una empatía que es mucho más que una influencia literaria. Está estrechamente vinculada al ecosistema social y cultural que, en la última década, se ha ido extendiendo en el mundo. Internet de un lado, los esfuerzos de una revista emblemática en la promoción del cuento norteamericano como Granta, la creciente presencia de las series norteamericanas en las cadenas de televisión de nuestro país y el peso del cine independiente USA (comenzando por el del alemán Wim Wenders en con su ya clásico París, Texas y acabando con Cassavetes o David Lynch, cuya serie Twin Peaks tuvo un notable impacto en la generación que, a principios de los noventa comenzó a madurar a la vez que se consolidaban las cadenas privadas de TV). Sí, el cine, la literatura, ahora las redes sociales y, de manera muy especial, los viajes de estudios o de intercambio, que dejaron de ser el privilegio de una minoría para formar parte de una práctica muy extendida en los últimos treinta años, incluso en la llamada clase media (también en la media-baja), han contribuido a convertir las largas carreteras que unen, a través de miles de kilómetros, las costas Este y Oeste de Estados Unidos, los bares perdidos en medio de la nada, las ciudades de rascacielos inverosímiles y trastiendas miserables, en parte de un paisaje que nos pertenece, que ha pasado a formar parte de nuestra cosmovisión. Así lo evidencian los veintiún narradores que Bellver ha seleccionado para Madrid, Nebraska. El mayor, Pedro Sorela, nacido en 1951 y adscribible a una hipotética generación de los ochenta; el más joven, David Aliaga, acido en 1989. En medio, autores nacidos en los sesenta como Esther García Llovet, German Sierra, Eloy Tizón o Ismael Grasa, en los setenta como Óscar Esquivias, Paula Lapido, Blanca Riestra o David Ruiz, o en los ochenta, como Martín Candeira o Cristian Crusat.
Termino con una pequeña licencia personal: el título del libro, Madrid, Nebraska, responde, tal y como explica Bellver, a la situación geográfica de "un villorrio con apenas dos centenares de habitantes y un puñado de casas" llamado Madrid, perteneciente a ese estado. Cuando, hace algo así como quince años, escribí la novela La mujer muerta, hice que uno de mis personajes, un supuesto narrador norteamericano coetáneo de la "generación perdida", fuera oriundo de Nebraska. Una feliz y extraña casualidad.
Madrid, Nebraska, hoy