Fueron las amantes perfectas,
las que se arrojaron al abismo de la pasión,
las que se olvidaron de sí mismas
en el efímero reloj de la vida.
Las que derramaron el deseo en su orilla,
entre dos cuerpos devastados por las caricias.
Fueron tierra mojada.
Sedienta la arena de ser la mar,
hambrienta la espuma
por alcanzar eso que el hombre llamó destino,
la tierra,
esa frente a la que nos detenemos
buscando los finales,
sin ser el final.
Y las dos se miraron por última vez
haciendo culpable al tiempo,
cuando la orilla se volvió abrupta
por rocas que se elevaban hacia las alturas.
Las dos comenzaron a alejarse por primera vez,
olvidando los días pasados
en esa otra frontera
de olas que ahora rompen contra acantilados,
y todo,
porque sintió la Tierra envidia de ser la Mar.
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