Trabajando en el Hard Rock Café, BCN, 2003
calle Encarnació, Barcelona
Llegué en septiembre de 2002 y me quedé temporalmente en casa de Chime, mientras buscaba un lugar en el que instalarme. Fueron suficientes tres meses de prestado en ese pisito de la calle Encarnació —lo he contado en Deja Vu—, para enamorarme perdidamente del lugar. Con el paso de los años cambiaría de casa en tres ocasiones pero sin abandonar nunca el barrio. En ningún otro sito me he sentido tan a gusto.
Para mí no existe otro lugar igual en toda la ciudad. Es historia y modernidad. Cultura y fiesta. Cine y libros. Tiendas y talleres. Balcones y Plazas. Tranquila y ruidosa. Pequeña pero, a la vez, muy grande. Gracia es especial y le viene de lejos.
En el siglo XVI, Barcelona era —como tantas otras— una ciudad amurallada. Con el tiempo, se quedaría pequeña. Incapaz de albergar a la gente que, atraída por su riqueza, no paraba de llegar. Fue entonces que empezó a construirse en las llanuras. Cada vez había más y más viviendas, creando en esa antigua zona deshabitada el municipio independiente de la Vila de Gracia. No sería hasta 1897 que pasaría a formar parte de la ciudad. Habitado en su mayoría por obreros y artesanos, éstos ocupaban los bajos con los negocios más variopintos.
Igual que el hilo de Ariadna, el barrio conecta pasado y presente. Pasado revolucionario y presente reivindicativo. Pues en él hay mil y una asociaciones: vecinales, deportivas, sociales, de la tercera edad, de artistas, estudiantes e intercambio de parejas… También tiene un banco del tiempo, casas okupas, talleres de circo, de cuentacuentos, librerías especializadas, videoclubs alternativos, centros de yoga, de escritura creativa, editoriales, estudios de grabación de música y productoras de cine.
Precisamente, justo debajo de donde está la que era nuestra casa se encuentran los Cines Verdi, todo un referente de películas independientes en versión original. Iba al menos una vez por semana. Allí he disfrutado mucho con films de las más recónditas nacionalidades, pero quizás la que recuerdo con más cariño es una producción española, El Embrujo de Shanghái.
Basada en la novela de Juan Marsé, Fernando Trueba se encargó de llevarla a la gran pantalla. Muchas de las secuencias se rodaron en el barrio. Por ello, el director, decidió que el estreno se hiciera en este emblemático local. Yo trabajaba en la tele, así que no me resultó difícil conseguir dos invitaciones. Fui con un amigo del trabajo. Llegamos al lugar con el tiempo justo. Alfombra roja. Cañón de luz iluminando la fachada. Por delante de nuestros ojos desfiló todo el equipo. La sala estaba repleta. El silencio fue absoluto, igual que el aplauso final.
Al salir de la proyección, nos compramos un par de Shawarmas y nos los comemos en la calle. Es una de las cosas que me gusta del barrio, puedes salir cada noche sin correr el riesgo de aburrirte. Hay bares de tapas, restaurantes de comida china, japonesa, italiana, libanesa, catalana, mexicana, cubana,… Hay cafés, teterías, chocolaterías, restaurantes de fritanga y otros de lujo. Hay pubs y discotecas. Es un bario autosuficiente. Si quieres puedes vivir en él sin necesidad de salir a ninguna otra parte. Yo lo hice durante muchos años.
Me encantan sus plazas. Hay un montón. Cada una con su historia particular. A la Plaza de la Virreina, que debe su nombre al palacio que había en ese lugar —exactamente igual al que el que todavía puede verse en Las Ramblas— le tengo un cariño especial. Allí en un bajo cutrisimo vivía mi amigo Oriol con su hermana Gala. Durante casi dos años desayunábamos casi a diario en El Terra, cenábamos muchas noches en el Virreina Bar, que tiene unos bocadillos extraordinarios. Por no hablar de la iglesia que hay en la plaza. Sus escaleras eran uno de nuestros lugares preferidos para sentarnos a charlar.
Luego está la Plaza del Sol. Originariamente habitada por republicanos que, en la Primera República, plantaron un cedro, símbolo de libertad. Quizás por ello durante la guerra civil los franquistas llevaron a cabo numerosos fusilamientos. Hoy, el lugar construido sobre un antiguo refugio antiaéreo, es uno de los más frecuentados del barrio. He tomado el café en el Sol Soler, el aperitivo en el Café del Sol, la cerveza en el Sol de Nit, he comido arroz en el restaurante Envalira, he merendado pizza en La Piadina, he cenado libanés en el Amir de Nit y me he emborrachado en El Dorado Bar Club. Eso sin contar la infinidad de horas que me he pasado sentada en el mismísimo suelo, junto a los perros de los okupas, escuchando las canciones de los que van allí con su guitarra. La plaza del Sol es, sin duda, mi preferida.
Aunque también me gusta el ambiente familiar de la Plaza de la Revolució, donde íbamos con Sandra a la heladería de la esquina, para sentarnos después en los bancos a conversar. Me agrada la historia de la Plaza del Diamant, que se ha hecho famosa por llevar el nombre de una de las más celebres obras de la literatura catalana. Me fascina la Plaza del Raspall (cepillo en español) porque es la plaza de los gitanos. Una comunidad con mucho arraigo en el barrio, donde nació El Pescaílla, fundador de la rumba catalana. Me gustan, también, la plaza de Rius y Taulet, la del Nord, la de Joanic y tantas otras que ahora no voy a nombrar. Porque en ellas me he pasado muchas horas. He contado muchas historias. He escuchado otras tantas. Porque estas plazas me han visto sonreír, sufrir, llorar y cantar. He bailado, paseado y grabado con la cámara. Estás plazas forman parte de la historia de la ciudad y de mi historia particular. Por todo ello, Gracia es —y será siempre, para mí— un lugar especial.