Revista Cultura y Ocio
Si hay un libro que ha marcado mi reflexión musical, aunque nada tenga que ver con la música, es el último escrito de Oscar Wilde, redactado en prisión y publicado como De profundis.En cualquier página de internet pueden localizarse los acontecimientos que le llevaron a la cárcel y como, en poco tiempo, pasó de la gloria a la ruina en todos los sentidos. Perdió su posición social y todos sus bienes; su esposa se separó de él y sus hijos renunciaron al apellido paterno. Cambió el lujo por la miseria y los éxitos teatrales por los trabajos forzados. En De profundis Wilde entona un amargo y sereno mea culpa de qué le llevó a tal situación. Su visión de los hechos está tan magníficamente narrada que resulta conmovedora desde la primera línea. No es, sin embargo, el conjunto o la calidad literaria lo que lo convierte en una brújula para cualquier artista. A partir de la segunda o tercera página hilvana un catálogo de reproches contra sí mismo, que se resume en uno: desaprovechar el talento. Le sobrecoge la tristeza por todo, por supuesto, por el penal, la condena, la caída social, pero lo que considera más desgarrador son, en primer lugar, el tiempo no dedicado a su arte; y, en segundo, que, al embargarse y venderse todos sus bienes, perdió su biblioteca. Wilde, el dandi, no añora sus trajes o sus muebles de lujo. Llora los libros que pertenecieron a sus padres, los que él fue adquiriendo, los que labraron su personalidad y construyeron su talento. Sus volúmenes de Oxford. Cada día en prisión, recuerda con una amargura infinita la pérdida de la literatura: la que no pudo escribir y la que no volvería a leer. Hay otras muchas reflexiones, relacionadas de alguna manera con la sensibilidad artística, que cito casi textualmente: cómo el brillo de cada éxito conlleva el sacrificio del trabajo; cómo, entre dos personas de diferente nivel intelectual, solo la del más alto puede adaptarse a la de menor nivel. Finalmente, y dejando salir toda su herencia grecolatina, cómo un corazón no puede albergar el odio y el amor a la vez, cómo solo aquello que es bello y bellamente concebido puede alimentar el amor. Cómo el odio ciega y cómo el amor sabe leer las advertencias inscritas en la más lejana de las estrellas. De profundis entona unas melodías que hablan del sufrimiento universal, del amor, del odio, de la creación, del talento. De la luz y de la oscuridad. La intensidad de estas reflexiones aparecen en muchas obras de arte, para mí en Beethoven, Brahms, Chopin y en tantos otros músicos. Cuando los estudiamos, enseñamos, y sobre todo, cuando los interpretamos, somos estas ideas. En esas intensidades. Somos Hamlet y Ofelia a la vez. Familias enfrentadas y sus hijos enamorados. Nos transformamos, si conseguimos hacerlo, en el discurso de esos personajes que sí, muchas veces resuena en nuestras propias vivencias, pero otras nos saca por completo del propio día a día. Vivimos, muchos artistas, en un mundo dramáticamente alejado de la superficialidad que nos rodea. La música clásica es una escuela de la profundidad. Es raro ponerse a estudiar unas horas de piano y no tener que dedicar algunos minutos u horas a sentimientos de la envergadura de los que comenta Wilde. Sí, uno puede despejarse con Debussy, por qué no… pero incluso esas obras que hemos calificado de impresionistas, que pensamos, que realmente son más ligeras, ¿no albergan la historia, la literatura, la mentalidad de tres y cuatro siglos de cultura? Lo más ligero en el piano es la técnica, ¡y eso que es trascendental! Somos muy afortunados pero no siempre nos sentimos comprendidos y apoyados. El músico es la mariposa en el éxito y la hormiga a diario. Y por eso De profundis está siempre sobre mi atril: me reconforta saber que una escritura de la belleza de la de Wilde se fraguaba como tantos de nosotros estudiamos, que su genialidad precisaba lo mismo que nuestro más humilde trabajo: “un artista necesita para el desarrollo de su arte una comunidad de ideas, una atmósfera intelectual hecha de calma, paz y soledad”. Y que, cuando lo perdió todo, solo añoraba no haber trabajado más.