Nuestra Constitución utiliza el término “solidaridad” cinco veces a lo largo de su articulado. En el artículo 2, nuestra Carta Magna reconoce y garantiza dicha solidaridad entre todas las regiones y nacionalidades que integran España. En el artículo 45, cuando se habla de la protección del medio ambiente, establece dicho objetivo afirmando que, para lograrse, se debe contar con la “indispensable solidaridad colectiva”. En el artículo 138, volviendo a incidir en la solidaridad ya expresada en el segundo precepto constitucional, se concreta que, para su consecución, se precisa el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, haciendo expresa mención a las circunstancias del hecho insular. En el artículo 156, al establecer la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas, se impone que, para dicha financiación, se debe tener en cuenta la solidaridad entre todos los españoles. Por último, en el artículo 158, se puede leer que “con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un Fondo de Compensación con destino a gastos de inversión, cuyos recursos serán distribuidos por las Cortes Generales entre las Comunidades Autónomas”.
Por ello, más allá de los aspectos morales, éticos o incluso religiosos en los que los llamamientos a la solidaridad sean preceptivos, analizado desde el punto de vista del Derecho nos hallamos ante un principio constitucional que posee unos efectos jurídicos y que impone unas obligaciones que no pueden obviarse. Sin embargo, pese a que nos llenamos la boca proclamándolo, en la práctica existe resistencia a hacerlo efectivo. En algunos aspectos, se cumple sin dificultad. Por ejemplo, resulta normal que, ante catástrofes naturales como incendios o inundaciones que puedan afectar a una concreta Comunidad Autónoma, el resto preste materiales técnicos y humanos para paliar los efectos nocivos de tales desastres. Pero cuando hablamos de aportar dinero o acoger inmigrantes, el espíritu de ayuda y concordia colectiva tiende a difuminarse y, en ocasiones, a desaparecer.
Así, cuando se debate el espinoso tema de las aportaciones económicas de las Comunidades Autónomas más ricas para distribuir esa riqueza entre las más pobres, escuchamos algunas afirmaciones de líderes autonómicos que, directamente, niegan la solidaridad, al cuestionar que deban aportar más de lo que reciben, pese a que todo el sistema impositivo, fiscal y presupuestario está ideado desde la perspectiva de que, los que más tienen, aporten más de lo que luego puedan recibir.
A tenor de la gravísima y alarmante crisis migratoria que actualmente asola a las Islas Canarias, manifiestamente desbordada por la gran cantidad de menores no acompañados que debe atender, la idea de que dicha carga se distribuya entre todas las autonomías genera reparos, cuando no negativas, a ese planteamiento de unidad que debería implicarnos ante los problemas de nuestros compatriotas. La idea de comunidad, de proyecto común, de empatía activa, pasa a un segundo plano. Obviamente, no me estoy refiriendo a las posibles discrepancias entre diferentes alternativas para solucionar el problema de la inmigración, legítimas y debatibles en una democracia. Me refiero a la asistencia que precisa una concreta Comunidad Autónoma que sufre mayoritariamente la llegada constante e intensa de personas y que, ante las dimensiones del problema, se ve ahora mismo superada e impotente.
El Tribunal Constitucional ha analizado en sus sentencias la solidaridad, hablando de un «deber de auxilio recíproco» (STC 18/1982), «de recíproco apoyo y mutua lealtad» (STC 96/1986) y «concreción, a su vez, del más amplio deber de fidelidad a la Constitución» (STC 11/1986). Ello «obliga a todos, incluido el Estado» (STC 208/1999). La sentencia 14/2004 contiene un voto particular de quien fue Presidente del TC, Manuel Jiménez de Parga y Cabrera, en el que literalmente escribió: “La solidaridad, como principio constitucional y expresamente constitucionalizado, es uno de los fundamentos del Ordenamiento jurídico-político, a partir del cual se despliega un aparato de normas. Este principio constitucional y constitucionalizado posee la fuerza vinculante de las normas jurídicas, es fuente normativa inmediata”. Y continúa diciendo “la solidaridad es uno de los soportes estructurales del Ordenamiento constitucional, uno de los fundamentos de la distribución y orden de las partes importantes del edificio jurídico-político”.
Más recientemente, en la sentencia 50/2023, el Constitucional proclama que la solidaridad no puede ser reducida a la categoría de mero principio programático, o a la de un elemento interpretativo del resto de normas. Se alza, por el contrario, como un precepto con peso y significados propios, toda vez que dicho principio ha de constituirse en la práctica en «un factor de equilibrio entre la autonomía de las nacionalidades y regiones y la indisoluble unidad de la Nación española».
Pero la política y sus juegos partidistas intentan, en ocasiones, frenar toda esta obligación jurídica que lleva implícita la solidaridad. Así, hace escasas semanas se publicaron en prensa unas declaraciones del consejero de Derechos Sociales de la Generalitat de Cataluña, Carles Campuzano, afirmando que “nos limitamos a repartir los problemas que hay en Canarias por toda España y eso no es una política seria». Vox, por su parte, decidió dar por rotos una serie de pactos de Gobierno en diversas autonomías, ante la aceptación parcial de esas Comunidades al acogimiento de un exiguo número de menores.
El problema, no obstante, no es exclusivamente español, sino global, y la solidaridad también se proclama teóricamente en el seno de la Unión Europea. El artículo 222 del Tratado de Funcionamiento de la UE establece la posibilidad de que la Unión y los países que la integran actúen conjuntamente para prestar ayuda a otro país miembro que sufra una catástrofe, ya sea natural o humanitaria. Una vez invocada la cláusula de solidaridad, se supone que el Consejo debería asumir la dirección política y estratégica de tal respuesta, para garantizar una reacción coherente y efectiva ante el problema.
Según datos oficiales referidos sólo a enero de este 2024, llegaron por vía marítima 7.974 inmigrantes (cifra referida tan sólo al primer mes del año), frente a los 1.205 del mismo período de 2023. De esos 7.974 inmigrantes llegados a España, 7.270 llegaron a Canarias. Los datos actualizados en julio elevan a 25.349 los migrantes llegados a España por vía marítima, de los cuales 19.793 lo hicieron a nuestro archipiélago. Jurídicamente, no se puede dejar sola a Canarias en esta coyuntura tan problemática ya que, más allá de reproches morales, éticos o políticos, se está incumpliendo manifiestamente nuestra Constitución y las reglas elementales del pacto de convivencia.