He indicado siempre a mis alumnos que no confundan la democracia con el acto de introducir una papeleta en una urna. A lo largo de la Historia, existen numerosos ejemplos de dictaduras que han intentado lavar su imagen a través de ese protocolo formal de convocar a los ciudadanos a meter un papel en una caja, en un intento vano de disfrazar su verdadera esencia dictatorial. El hecho en sí de votar no basta para transformarlo en una manifestación democrática. Dicho de otro modo, en todas las democracias se vota, pero no todas las votaciones son democráticas. Y ello es así porque la democracia, como forma de Estado, como valor superior, tiene sus reglas y, por lo tanto, sus límites. Si no se conocen o si, conociéndolos, se incumplen, las virtudes de la participación popular se convierten en defectos y las ventajas, en inconvenientes.
Se ha anunciado hace algunos días por parte del Ejecutivo catalán la fecha y la pregunta de lo que ellos denominan “referéndum” y que, además, defienden como modelo de “manifestación democrática”. Frente a los argumentos recibidos en contra de su iniciativa, responden que nada ni nadie se puede oponer a que el pueblo vote. Se enorgullecen de consultar a la población y de que ésta se exprese como lo considere más oportuno. Parece que no existen leyes que cumplir, ni tampoco normas que respetar. Lo suyo es permitir que los catalanes manifiesten su voluntad. Pero cometen el mismo error una y otra vez, al confundir de forma malintencionada la democracia con una fila de personas portando un sobre. Pues bien, aunque en un principio resulte chocante, no hay nada más autoritario ni más propio de regímenes totalitarios que la pretensión de tapar sus atropellos a las normas y a los límites legales a base de baños de multitudes y de fuegos artificiales que devienen cómplices de la vulneración del ordenamiento jurídico.
Recientemente, el fiscal del caso Palau -donde se juzga el expolio del Palau de la Música de Barcelona por parte de quien era su presidente, y que apunta directamente a la financiación irregular de Convergencia Democrática de Cataluña como partido político-, lanzó una frase muy contundente: “En este caso hay un círculo sociopolítico muy determinado en el que parece que una bandera justifica casi cualquier atropello con la cartera”. Siguiendo con el símil, los partidos nacionalistas catalanes se han acostumbrado a justificar con su bandera cualquier atropello, ya sea a la cartera de los contribuyentes o a la legalidad. El uso sesgado y partidista de los símbolos y la manipulación torticera del sentimiento patriótico son sus herramientas más útiles para olvidar la magnitud de los delitos e ilegalidades que se están cometiendo. Porque lo cierto es que se ha entrado ya de lleno en el terreno del Derecho Penal. En el de los delitos y los delincuentes. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha condenado al ex presidente Mas, a la ex vicepresidenta Joana Ortega y la ex consejera de Enseñanza Irene Rigau por delitos de desobediencia, y existen más causas penales abiertas contra otros cargos públicos por este mismo proceso al que, eufemísticamente, denominan “desconexión”.
A todo lo anterior se suman las condenas y los procesos en trámite contra otros cargos de la antigua Convergencia por delitos relacionados con la corrupción, aunque eso parece no importar. Mientras se enarbola la bandera, no queda margen para una reflexión crítica y un análisis riguroso.
Cataluña ha retrocedido siglos en la evolución de los modelos democráticos y constitucionalistas, volviendo a aquellas épocas en las que los Parlamentos defendían su omnipotencia y en las que cuestionar las leyes y resoluciones que emanaban de ellos se entendía como un signo antidemocrático. Tras las revoluciones de las que surgieron las Declaraciones de Derechos y las Constituciones, y después de muchos años estudio y maduración (no sin resistencia), triunfó la idea de que en un Estado de Derecho todos los poderes públicos deben estar controlados y limitados, incluidas las Asambleas Legislativas. Sin embargo, ahora pretenden retroceder al siglo XVIII y defender que el Parlamento catalán puede decidir a su antojo, sin norma alguna sobre él, sin límites, sin cortapisas y sin tribunales que lo controlen. Con semejante postura han entrado de lleno en una especie de agujero negro del tiempo que les retrotrae a las tesis liberales más retrogradas ya superadas y a reconectar con prácticas totalitarias de etapas no tan lejanas.
Nuestra forma de Estado y nuestro Tribunal Constitucional reconocen, respecto al llamado “derecho a decidir”, la legitimidad de dicho planteamiento. Como aspiración política es defendible y respetable, si bien no se trata de un verdadero derecho, al menos en el momento presente. Pero tal aspiración puede alcanzarse únicamente a través de un proceso ajustado a las normas constitucionales, y siempre con respeto a los principios de legitimidad democrática, pluralismo y legalidad. Se permite, pues, que los partidos y las instituciones planteen ese “derecho” y propongan la modificación de la Constitución para incluirlo en ella. Sin embargo, no procede en modo alguno su imposición por la vía de los hechos y mediante la vulneración del ordenamiento jurídico. Eso, por mucho que se empeñen en calificarlo de democrático, es la antítesis de un proceso democrático.
Una de las peores aberraciones políticas que existen es la de pretender confrontar Democracia con Estado de Derecho, es decir, enfrentar la expresión popular con el cumplimiento y el respeto de las leyes. Y es una aberración porque no puede existir la democracia sin el Estado de Derecho. En un modelo de libertades, la democracia sólo puede existir dentro del respeto al marco legal. Si se anula el respeto al derecho, se aniquila la democracia. Se podrá convocar a los ciudadanos para que introduzcan un papel a través de una ranura, pero no será un acto de voluntad democrática. La democracia necesita del respeto a unas formalidades y del cumplimiento de unas normas mínimas que regulen las reglas de juego del sistema. Vender como una respetable manifestación democrática lo que, en realidad, es la convocatoria de un pseudo referéndum gestado y desarrollado sobre la vulneración de la legalidad vigente y, para colmo, persiguiendo un fin contrario al espíritu y a la letra de la Constitución, es propio de sistemas caudillistas que, tras su falsa apariencia de ejercicio de usos democráticos, destilan el autoritarismo más rancio y caduco.
Ahora bien, la culpa de la actual situación no es achacable exclusivamente a los partidos independentistas catalanes. La inoperancia, pasividad e incapacidad del Estado para dar respuesta a este fenómeno es también muy grave y llamativa. Este espinoso tema debería haberse abordado hace muchísimo tiempo con el rigor y la seriedad que merece, porque entonces había opciones políticas y margen de maniobra suficientes para resolver el problema de otra manera. Desde luego, si el Gobierno central piensa reaccionar a estas alturas, llega ya tarde. Muy tarde.