Leer las Confesiones de un opiómano inglés implica sumergirse, como sugirió Flaubert, en el espectáculo de un alma al desnudo. No escribió Thomas de Quincey esta sucesión de confidencias con otra finalidad que la de convertir un período de su vida en un sucinto muestrario de las delicias y tormentos que puede ocasionar el consumo regular de opio. Las intenciones del autor son sinceras: al pretender que las vivencias trasladadas al papel se vuelvan útiles e instructivas, no vacila en exponer sus úlceras y cicatrices morales, pese a que esta “impúdica exhibición” choque frontalmente con los sentimientos de los “sectores sociales decentes” de Inglaterra (sectores a los que De Quincey supuestamente estaba vinculado, aunque más no sea a través de lazos familiares).
Asumiendo el legado de precursores como San Agustín o Rousseau, De Quincey busca, al escribir páginas en las que confiesa flaqueza y miseria, material y espiritual, menos una autocondena que una suerte de purificación penitencial por medio de la expresión artística. Una de sus confesiones iniciales es por demás elocuente e ilustrativa: Si tomar opio es un placer sensual, y aunque deba confesar que me he entregado a él hasta un exceso que no se ha registrado todavía en ningún otro hombre, no es menos cierto que he luchado contra este sometimiento con un celo religioso y que, finalmente, he logrado lo que nunca he oído atribuir a ningún otro hombre: desenredar, casi hasta el último eslabón, la maldita cadena que me aprisionaba.
La narración es breve, y en verdad la parte dedicada con exclusividad al consumo de opio no es sino secundaria. Lo que llama la atención es el carácter contundente y directo de su estilo, la profusa iniciativa a instalar un diálogo confidencial con el lector, así como el empleo de una voz narrativa absolutamente personal e imaginativa, en la que se cuelan a menudo digresiones que avanzan tangencialmente al hilo temático central y luego se evaporan como si nada.
Probablemente la historia más conmovedora del libro sea la del relato de su encuentro, cuando recién comenzaba el descenso al mundo del opio, con una prostituta adolescente llamada Ann. Un joven De Quincey extremadamente pobre y al borde del desvanecimiento, vaga por Oxford Street cuando esta muchacha, comprobando el delicado estado en que se encontraba nuestro escritor, acude a un pub cercano y con sus exiguos ingresos le proporciona un vaso de oporto aromatizado con especias que termina por reanimarlo. Andando el tiempo, el rostro de la joven Ann, desamparada a la buena de Dios, reaparecería, una y otra vez, convertido ya en una de las visiones más tormentosas que lo asolarían en sus delirios opiómanos. En uno de los cuentos incluidos en El hacedor, el lector encontrará el espectro de Ann en el personaje de Delia Elena San Marco de la que Borges se despide, sin saberlo, para siempre. Escribe: Y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación. Sin duda alguna, se trata de un sentido homenaje que el argentino le brindó al autor que consideraba como una de sus mayores influencias literarias.
Por otro lado, al leer este tramo de sus confidencias no parecería del todo descabellado inferir que las mismas hicieron metástasis en buena parte de la obra dickensiana donde abundan los tintes sombríos: nada más lejos de la imagen anticuada de la alegre Inglaterra rural, de las campiñas soleadas, de las cálidas celebraciones navideñas, de las tabernas acogedoras. De algún modo, como lo señalara Borges en “Kafka y sus precursores”, la tradición se reescribe hacia atrás y opera, transformando el devenir.
Después de un sinfín de años aplicándose una cifra descomunal de dosis diarias de opio en gotas, De Quincey finalmente decidió emprender una lucha encarnizada contra su adicción. Batalla ésta donde centellearon mil demonios orientales, y de la que, para satisfacción de los que hoy podemos acceder a su legado, salió airoso. Bacon especula que puede ser tan doloroso nacer como morir; me parece probable; y durante todo el período de disminución del opio tuve los tormentos de un hombre que pasa de un modo de existencia a otro. El resultado no fue la muerte, sino una especie de regeneración física, y podría añadir que desde entonces, a intervalos, he experimentado que renacía en mí un ánimo más que juvenil, aún viéndome agobiado por dificultades que, en un estado mental menos feliz hubiera llamado desventuras.