Yo en Barcelona. 2014. expatriadaxcojones.blogspot.com
El día veintisiete de diciembre hizo tres años. 1.095 días para ser exactos. Y aquí seguimos. Juntos. Con rachas mejores y rachas peores. Pero juntos.
Nunca pensé que lo haría. ¿Para qué? No le encontraba el sentido. Todavía no se lo encuentro. Pero al venirme a Marruecos no era más que una madre soltera. Sin trabajo. Sin permiso de residencia. Necesitaba los papeles. Así que me casé.
El rollo de la boda me daba un poco de pereza. Decidimos que no habría fiesta. Ni muerta me pongo un vestido blanco de princesa. Me niego a comer tarta. Y menos, bailar un vals. Lo del anillo tampoco me va.
Fuimos al registro civil. Nos acompañaron los testigos. German y Sandra. Ni tan siquiera se lo dijimos a la familia. A ellos los invitamos a comer. Nada extraordinario. Un menú cerrado en un restaurante normal. Eso sí. Nosotros lo celebramos. Después. A nuestra manera. La única que sabemos. Con los nuestros y a saco.
Quedamos con los colegas en un hotel de Barcelona. Uno de estos modernitos que han hecho en la Diagonal. Cerca del fórum. Solo los íntimos. Y allí nos pedimos unas botellas de ginebra. Para brindar. Para ahogar en alcohol la burrada que acabábamos de firmar. Salimos de allí todos pedo pero ya era la intención. En eso sí que somos tradicionales.
Por suerte, no teníamos que conducir. Ni volver a casa. Mi madre se quedó con el crio y nosotros nos fuimos al hotel. En el centro. Uno de esos pequeños con encanto. Nos pedimos la suite. Ya que no hacíamos viaje al menos había que derrochar en algo.
Y así ha quedado instaurado el ritual. Desde entonces cada día veintisiete de diciembre hacemos lo mismo. Enchufamos a los niños. Ahora ya son dos. Y nos pillamos una habitación. Este año, la romántica. Que incluía pétalos de rosa y botella de champán. Aunque para decepción nuestra los pétalos eran de mentira. Y para suerte de mis padres, el champán no nos gusta. Pero como lo habíamos pagado, y soy muy catalana aunque lleve sangre charnega, me lo llevé.
Fuimos a cenar a un buen restaurante. Japonés. A tomarnos una copa. Y luego,otra. Y otra. Y otra más. Hasta que borrachos y cachondos nos volvimos al hotel. Al día siguiente, el Kalvo me pregunta.
—¿Lo hicimos? —Sí. ¿No te acuerdas? —No. —Joder…¡Cómo ibas! —Ya… Pero dime ¿Lo hicimos al principio o al final? —Al principio. —¿Y con qué posturas? —Oye guapo si no te acuerdas es tu culpa. Ahora no voy a ponerme a hacer posturitas. Tengo el cuerpo magullado. —Para variar…
Y es que siempre que follamos me acaba doliendo algo. Normalmente me salen moratones que no sé ni cómo me he hecho. Otras veces tengo agujetas en los muslos o en los brazos. Me duele la espalda… Siempre me queda algún recordatorio de la noche anterior. En esta ocasión se trata del dedo meñique de la mano derecha. Parece un chiste. Pero no lo es. Cuando se lo digo, el Kalvo se ríe. A mí no me hace puta gracia.
Nos duchamos. Nos vestimos. Subimos a desayunar y salimos a la calle. Todavía es pronto pero ya hemos perdido la costumbre de dormir hasta tarde y aunque no haya niños de por medio los párpado se abren igual.
Andamos camino del centro. Hace frío. Bajamos hasta Plaza Universidad. A estas horas hay poca gente en la calle. Al cruzar por Pelayo nos cruzamos con un grupo que sale de un edificio. Son jóvenes. A juzgar por sus caretos todavía están de fiesta. Pasamos de largo y seguimos hasta las Ramblas.
Hace tiempo que no ando por esta zona. La veo muy cambiada. Las paradas son todas exactamente iguales. Resultado de la nueva ordenanza municipal, supongo. Siguen los periódicos y las flores pero ya no hay animales. Ni jaulas ni pájaros ni nada. Todo muy aséptico. Uniforme. Sin pizca de personalidad.
Nos damos una vuelta por la Plaza Real. Hay un mercadillo de monedas y sellos. Alrededor, basura variada. Me da la sensación que los expulsados de los Encants se han cambiado de lugar. Zapatos viejos. Muñecos rotos. Incluso me parece ver cintas antiguas de cassette. Paso de largo. A mí esto no me va. Al Kalvo le encanta pero con la resaca que lleva encima tampoco está por la labor. Mejor.
Bajamos por la catedral. Más tenderetes. Ahora de cosillas antiguas. Lámparas. Libros. Relojes. Discos. ¡Joder! Abrigos de piel. De segunda mano. Me quiero probar uno. Y ante la mirada estupefacta del Kalvo, lo hago.
—¿Dónde vas con eso? —me pregunta.—¿Qué? ¿no te gusta?—Para nada.—Para salir de fiesta… así en plan Carrie Bradshaw.—¿Eh?—La de Sexo en Nueva York. —Ya. Pero ni tú eres ella ni en Marruecos hace el frío de Nueva York.
Me jode. Pero tiene razón. ¿Dónde cojones voy con este abrigo de rata muerta? Al desierto está claro que no. Lo dejo. Muy a mi pesar. Y continúo andando. Hasta que no llego al mercado de Santa Caterina no me olvido de él. Ahora ya pienso en otra cosa.
—Oye, ya que estamos cerca de la casa de Fernández ¿le podríamos hacer una visitilla? —Ufff… y subir cinco pisos. Creo que paso. ¿No te importa si te espero abajo? —No. ¿Y a ti? ¿Te importa quedarte solo? —Que va. Aprovecharé para leer el periódico.
Dejo al Kalvo en Montmartre. Que, evidentemente, no se llama así pero es una broma que tenemos entre nosotros para referirnos a esta plaza de la ciudad. Un día le dije que me recordaba a ese barrio de París y todavía se ríe. El muy capullo. Ahí lo dejo. En casa Paco. Tomándose un café y leyendo La Vanguardia.
Yo subo como puedo los cinco pisos. Llamo al timbre y me abre El cachas. Maquinilla en mano. Está haciendo de peluquero, me dice. Cortándole el pelo a Don Limpio, que se ríe de mi jeto y me pregunta qué tal ha ido la noche. Pero a mí me cuesta hablar. Tengo la boca pastosa y las neuronas fatal. Cojo un cigarro y salgo a la terraza. Llega otra colega suya. Al parecer tienen comida en casa de unos amigos. Una comida navideña. Pero yo solo los veo preparar botellas de alcohol. La chica trae dos de cava. Fernández la mira escandalizado.
—Pero ¿qué has hecho? Si nos dijeron expresamente que no lleváramos cava. Que no les gusta. —Pues ya me las beberé yo. No hay problema. Mejor para mí.
Veinte minutos después salimos por la puerta. Ellos cargados con bolsas y botellas. Yo con las manos en los bolsillos. Por no llevar no llevo ni bolso, ni móvil ni gafas de sol. Arrastro mi alma como puedo y ya es mucho. Pienso en la habitación del hotel. En esa cama dos por dos. Los edredones mulliditos y la televisión por cable. Solo me levantaré para salir a comer. Grasas. Cuanto más grasienta sea la comida, mejor. No hay nada como las grasas saturadas para la resaca. Es eso o seguir bebiendo.
Llamo a mi madre. La niña está bien. El Kalvo llama a la suya. El niño, también. Todavía nos queda otra noche. No me lo creo. Nosotros solos. Sin críos. Ni biberones. Ni pañales. Ni el carrito de los cojones. El Kalvo y yo. Y Barcelona. Estas calles que me encantan y que hacía tiempo que no pisaba. Aunque solo sea por días como estos ha valido la pena pasar por el aro. Y que cumplamos muchos más…