Revista Arte
De sentir a pensar, de emocionar a racionalizar, de sublimar a liberalizar, así se cambió de pintar hace doscientos años.
Por ArtepoesiaHay tres momentos trascendentales en el Arte, tres situaciones temporales en la historia que modificaron absolutamente la forma de expresión artística. El Renacimiento fue la primera, periodo situado a finales del siglo XV; el Arte moderno fue la última, periodo situado a comienzos del siglo XX. Pero hubo otro momento decisivo, el segundo momento trascendental, que coincide con el Romanticismo y se sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Pero fue un momento muy interesante porque no rompió nada o no revolucionó nada realmente en la forma de pintar de antes, ahora de un modo radical, como sí hiciera el Arte moderno o el Renacimiento con sus antecesores. No, entonces sucedió que fue el modo no la forma, fue el talante no el concepto, fue el pensamiento no la manera, fue el sentido no el fin. Y no fue el fin porque el Arte seguiría, incluso, planteamientos arcaicos o nada evolucionados plásticamente. Pero el sentido de crear algo expresivo, de comunicar algo diferente en lo más intangible fue lo que, verdaderamente, se transformaría en los albores del siglo XIX. El Romanticismo fue el disparadero, pero éste generaría diversos herederos creativos en otras tendencias o maneras de expresar las cosas, algo que variaba por completo de cómo se había hecho antes. El pintor británico George Richmond (1809-1896) es un ejemplo curioso y representativo. Completamente fascinado por su maestro romántico William Blake, seguiría el movimiento Los Antiguos. Esta tendencia estuvo formada por seguidores del arte arcaico y espiritual de Blake. Miraban al pasado para componer ahora sus obras no como en el Renacimiento o el Barroco sino de otra forma. El motivo era el mismo pero la forma era totalmente diferente.
Cuando se había alcanzado ya el dominio del color más perfecto, de la forma más maravillosa que el clasicismo barroco había conseguido en el Arte, ahora, en el momento que el Romanticismo revolucionara el Arte, los creadores necesitaron expresar otras cosas de otro modo. El trasfondo era el mismo, las historias eran las mismas, es más, la historia pasada era buscada y necesitada para expresar las mismas cosas... pero de forma distinta. Cuando George Richmond quiso componer la leyenda evangélica de la mujer samaritana no dudaría en hacerlo justo de un modo opuesto a como se había hecho antes. Pero, sin embargo, el escenario era el mismo: la Samaria palestina bíblica de la época de Jesús. El mismo que el Arte había compuesto siempre de esa parábola sagrada. Jesús se dirige a Galilea desde Judea y debe pasar por la región de Samaria, un lugar poco ortodoxo en la religión hebrea de entonces. Tiene sed y ve de pronto a una mujer en un pozo. Al pedirle agua, se sorprende de que un judío ortodoxo (Jesús era un rabí judío) se dirija a ella. Jesús aprovecha para ofrecerle ahora el agua espiritual de una sed que ella ignora tener. Pero, cuando los pintores clásicos del Renacimiento o el Barroco compusieron sus obras mostraron el carácter tradicionalmente sagrado de un momento como ese. El Guercino (1591-1666) crea en 1640 su óleo Jesús y la mujer samaritana con los perfiles extraordinarios de su clasicismo barroco. La perfección en el diseño de la obra, del celaje, de los vestidos plisados, de las miradas, de los objetos, del brocado del pozo tan marginal y tan perfecto. El ademán de Jesús dirigido a ella es el tradicional en la figura sagrada: muestra su mano derecha con su dedo índice hacia arriba, hacia el mundo trascendente que sólo puede calmar la sed necesitada.
Es la representación paradigmática de la expresión clásica de una forma comprensible de salvación espiritual expresada en una obra artística. La receptora del mensaje está escuchando, sorprendida y temerosa, el sentido trascendente. Sorprendida porque no lo espera de un judío; temerosa porque comprende que debe ser verdad lo que escucha. Menos de doscientos años después, en 1828, el pintor George Richmond compone su obra Cristo y la mujer de Samaria. Basado en el mismo capítulo de Juan evangelista, sin embargo, el pintor británico crea entonces una imagen donde la metáfora es transformada sutilmente. El pasado se reivindicaba, lo que suponía de verdad, de autenticidad, de espíritu necesitado y desenvuelto, pero ahora se mostraría de otra forma el mismo mensaje o la misma metáfora. Jesús se humaniza más en su postura, está relajado y sentado frente al hierático semblante de la figura de pie de El Guercino. La samaritana está ahora ensimismada, pensando más que escuchando, racionalizando más que emocionando lo que se le transmite. Su figura contrastará absolutamente con la barroca de antes, ahora no lleva una jarra ni nada en su regazo, hasta descubre el pintor uno de sus senos bellamente. ¡Qué audacia para una imagen tan representativa de lo sagrado! Pero es que esa fue la revolución que se llevaría en el Arte entonces, se pasaría de emocionar con los colores a racionalizar con la forma. La obra de Richmond parece incluso más arcaica que la de El Guercino, con esos rasgos medievalistas o tan antiguos. Pero era en lo único que eran antiguos, en los rasgos, porque en todo lo demás consiguieron expresar por entonces las cosas de una forma completamente avanzada. Hasta la mano de Jesús en la obra de 1828... Ahora se pinta dirigida también, como entonces; ahora su dedo índice de su mano derecha está pintada, como entonces, para señalar claramente. Pero, sin embargo, ahora no como en la obra barroca hacia el cielo sino justo lo contrario, hacia la tierra, hacia el suelo donde ahora transita el agua que da vida a la naturaleza. Una metáfora, la mano dirigida, tan bien comprendida por entonces como, ahora, a comienzos del siglo XIX, más pensativa o misteriosa de entender para unos espíritus, posiblemente, aún más necesitados de querer entenderlo.
(Óleo Cristo y la mujer de Samaria, 1828, George Richmond, Museo Tate Gallery, Londres; Cuadro Jesús y la mujer samaritana, 1640, El Guercino, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)
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