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La historia más reciente cuenta que la Rzeczpospolita Polska (República de Polonia para nosotros) fue invadida por el III Reich el 1 de septiembre de 1939, lo que originó el posicionamiento en contra de británicos y franceses, dando origen a la WWII. Asediada y arrasada en 1944 su capital Warszawa por las tropas alemanas, ante la pasividad del ejército aliado, fue en la Conferencia de Potsdam que tuvo lugar en el verano de 1945 donde se fijaron sus actuales limites territoriales. Mientras se deshacía del yugo soviético, los polacos demostraron al mundo cómo de los astilleros se puede pasar a presidir un gobierno, previo paso o no por los servicios secretos y el Nobel que se recoge en la capital noruega -Wałęsa, el hombre en cuestión, sabrá mejor que ningún periodista-. El 1 de enero de 2004 se rubricó su adhesión en la Unión Europea, un proyecto que ya soñaron, en cierta forma, Napoleón o el alemán con monorquidia. Hasta aquí el pasado más cercano.
Actualmente Polska ejerce la Presidencia de turno de la UE, una congregación más luterana cada día y que demuestra que el experimento debió probarse con monedas de chocolate antes que con una euro sin banco creado a su medida. Por tanto los dirigentes polacos van de aquí para allá, hablan y se les escucha, cosa que de otro modo no se haría; seamos sinceros: hay tantas velocidades como países miembros, y lo demás son tonterías o pactos a degüello. Su Ministro de Exteriores, Radoslaw Sikorski, Radek para colegas, amigos y periodistas escasos de documentación o faltos de espacio en el conjeturar, nacido en 1963 y activista del sindicato Solidarność -orgullo durante la década de 1980 del arriba mencionado Wałęsa y cualquier trabajador, polaco o no, con dos dedos de frente-, hace lo propio, por tanto. Y el pasado lunes 29, en Berlin, a la sombra de la Brandenburger Tor, hizo un llamado extraordinario y apasionado en el que advertía que la mayor amenaza para la seguridad de su país no era el terrorismo, los tanques alemanes o los misiles rusos sino el colapso de la zona euro, añadiendo que exigía -como suena, pero en alem a Deutschland “por su propio bien y por el nuestro” que ayude a sobrevivir y prosperar dicha zona. Un discurso que suavizó al añadir que "sabe muy bien que nadie más puede hacerlo”. Claro que esa amabilidad se diluyó en cuanto remató la faena: “Probablemente, seré el primer Ministro de Exteriores polaco en la historia en decir esto, pero aquí está: temo menos a la potencia alemana que lo que estoy empezando a temer a la inactividad alemana". Probablemente no, seguro que lo fue, tanto como que él quedaría ancho y aliviado pero algunos seguro que pensaron -el pensamiento en una democracia es, ha de ser, libre, así que los habría- que fue, será, el último en hablar así y que maldito el día que no borraron del mapa Warszawa y cuatro o cinco ciudades cercanas (Bydgoszcz, la ciudad natal del prenda está a unos 270 km de la capital).
La verdad es que dichas palabras sólo pueden sentar mal a los alemanes, y no a todos -veremos en 2013, si no antes, cuando hayan de elegir nuevo Canciller, el amor a su angelita-. Al resto, a quienes no nos han pasado desapercibidas las declaraciones -los noticiarios, boletines radiofónicos y papeles de kiosco, se han preocupado en no molestarnos con el caso-, a quienes ya casi nada nos escandaliza, nos hemos quedado estupefactos. Algunos dirán ahora que vienen de un tipo con un ego mayor que el del aprendiz Urdargarín -un deportista al que el patriotismo se le escapa por los cuellos rojigualdos de los polos-: político de carrera meteórica -fue Ministro de Defensa a los 29 años-, estudiante de la Uiversidad de Oxford -hoy posee también pasaporte británico-, corresponsal de guerra en Afġānistān en los diarios The Spectator y The Observer..., como se ve, uno de esos personajes tocados por una gracia divina, elegido para las más altas tareas, sí, o eso creen de si mismos. Pero lo cierto es que ha dicho lo que mucho pensamos: que la angelita Merkel es una impostora. Lo de menos es que la señora se afiliase a las juventudes comunistas de la extinta DDR -nació en Hamburg pero a su padre, pastor protestante, lo destinaron al Este- o que cambiase el apellido paterno, Kasner -quizá no le perdonó nuca aquel viaje-, por el de un marido del que se separó aunque, de nuevo casada -con un Sauer-, decidiese conservarlo -pensaría que con tanto trajín igual no la reconocían fuera de casa, o tal vez lo hizo por ahorrar el gasto de imprimir nuevas tarjetas de visita-, lo verdaderamente preocupante no es su pasado, sino que no hubiésemos caído en la cuenta de su debilidad: pretender ser de hierro cuando es de hojalata oxidada. Claro que entre demócratas todo se ve de otra manera, ¿no?
En otros tiempos, por menos, te daban con un guante en el rostro o te mandaban una división acorazada. De momento has tenido suerte, Radek. La misma que paciencia la UE.
Radoslaw Sikorski