Tengo una noticia que darles y no sé por dónde empezar.
Bueno sí; diciéndoles que, por mucho que me negase a ver lo evidente, se intuía desde hace tiempo.
Maromen es español. Y a mucha honra, me dice.
Llevo varios años ignorando los indicios, que van desde el descojone general cuando le presento como alemán, hasta el deshueve absoluto cuando lo jura por Gott. Y es que reconozco que mucha pinta de teutón no tiene.
Empezando por su pelo renegrío, su nariz aristotélica y una perturbadora tendencia al cañí en los meses estivales, el Maromen podría pasar perfectamente por el hijo de Manolete. Es más, no hay verano en las Hispanias que no tenga que desmentir el parentesco.
Pero a pesar de esto, yo siempre le he creído de alma germana.
Esa manía de mezclar zumos con agua, esas regañinas por comer embutido sin pan, esa sujeción de tenedor, esa obsesión por engorrarme a los niños a 15º, ese empeño en comer sin pan... todo apuntaba a un ejemplar ordinario de teutón común.
Pero sobre todo, lo que más me reafirmaba en mis pesquisas genealógicas, era su estoicismo ante los achaques y su fe ciega en la troleopatía y demás remedios abueliles. Desde que le conozco, Maromen sólo toma tés varios y bolitas con denominaciones sobrecogedoras cuando está krank.
Y además intenta proselitizarme. A mí. Que vengo del país del Gelocatil de 1 gramo y los antibióticos regalados. A mmmí.
Unos exagerados, nos lleva llamando siete años. Siete largos años en los que llevaba batallando contra cualquier manifestación llorosa o sofa-manta de mis achaques.
Hombre, yo no les voy a negar que mi naturaleza sensible me hace a veces inclinarme hacia el engrandecimiento de algunos síntomas, y que más de un dolor de cabeza no era tal sino extenuación extrema y pocas ganas de verbena; pero de ahí a ignorar mis doloridos riñones gestantes o mis episotomías, hay un paso. En falso.
Mas la vida te da sorpresas, sorpresas te la vida, y este domingo nos dio una detrás de otra. La primera de todas fue el Monzón, que nos pilló desprevenidos aquí tan lejos de la India; después fueron unas rocas del jardín de mis suegren, que llevan ahí 30 años ignoradas pero que había que mover ese día o se acababa el mundo; más tarde fue una de esas rocas, que se puso juguetona y le dio por hacerse la resbaladiza; y la última fue la mano del Maromen, que se metió rápidamente debajo del pedrusco durante la caída.
El resultado fue un dedo corazón fracturado por tres sitios y 2 puntos de sutura. Y una receta de Ibuprofeno de 400.
Han leído bien: fractura, ibuprofeno de 400.
Mis dotes de enfermera serena, pulidas con fervor por los polluelen desde hace ya muchas primaveras, me mantuvieron diligente al pie de la tetera. Y así estuvimos hasta ayer noche, que el Maromen estampó los glóbulis en el retrete y me suplicó salir en busca de una farmacia.
No hace falta, cariño - le tranquilicé amablemente -, que yo tengo fármacos de esos, de cuando di a luz ¿no te acuerdas de que me los dieron para los dolores derivados?
Y ya estaba él rememorando con permiso mis quejas desmedidas del costurón postparto, acondicionándose los puños al pecho y preparado para soltar un lamento histérico y justificado, cuando le entregué la mitad de una gragea.
¿¡La mitad?!
Sí, cariño, la mitad.
¡Me muerrrrrrrro! ¡Dámela entera!
Cariño, en la receta pone de 400. A mí me los dieron de 800. Y sí, es porque dolía el doble.
Sobra decir que no tardó más de 20 minutos en suplicar la otra mitad. Y que, antes de entregársela, le hice jurar que nunca más me cuestionaría un quejido menstrual. Hua hua hua.