Escuchaba ayer por la tarde el suave ronroneo de las promesas electorales, de las palabras elocuentes, esas que llenan el espíritu de quien las oye, que regalan los oídos con verdades cósmicas y quitan el moho del alma. Palabras de experto en la materia que confirman los pensamientos más íntimos. En esas estaba, cuando de pronto ¡zas! sentí un duro golpe en la mejilla, una patada quizás que me aturdió por un instante. No, no… era una coz, en esa otra mejilla que llevo poniendo hace ya meses, seguramente años. Era una coz, sin duda, en toda la cara y su origen estaba muy cerca. En mi delirio, oí algo parecido a una mecha que empezaba a quemar la maleza seca del bosque, algo así como que “en España hay más inmigración de la que debería haber”, pero en realidad quería decir que era en Catalunya donde hay demasiados inmigrantes, pero estamos a las puertas de elecciones generales y se habla en clave española. Y se refería, sí, a esos que vinieron al abrigo de la bonanza económica y de la burbuja incontrolada y falta de mano de obra barata de la construcción, que han estado y siguen ejerciendo los trabajos más penosos, de más horas, más peso y, considerados menos cualificados, también peor pagados. Y durante un tiempo todo fue de perlas: sus contribuciones a la Seguridad Social aumentaban la recaudación, sus cuotas al banco mes a mes pagaban los intereses de unos precios inflados por la especulación en las zonas más deprimidas de las ciudades. Y ahora, a las duras, que se vayan de la misma manera que también deberían irse los desempleados, los pensionistas, los enfermos y los niños, éstos a unas largas colonias a Finlandia hasta que vuelvan con una buena formación para levantar este país de funcionarios pegados a la mesa, comisionistas, especuladores, chupatintas y cantamañanas.
Y después de aquella primera coz, vino otra, y otra, y otra más… Ya completamente desfigurada, acudí al hospital, donde sólo había estado con anterioridad en breves visitsa para no agobiar al enfermo o a la madre primeriza, para no agobiarme yo tampoco en esa atmósfera opresora con tufo a medicamento donde hace demasiado calor para el visitante abrigado y te cruzas por los pasillos con la enfermedad y sientes un presagio de las Navidades futuras. Mis moratones no menguan mi calidad de vida ni suponen un riesgo inminente de muerte, así que, como paciente que soy, sigo esperando en la sala de urgencias donde la dejadez hace que se acumule la faena pendiente, y llega un momento en que todo es ya urgente. Pienso en los golpes recibidos, que cada vez me duelen más y en que llegará un día en que en lugar de ser paciente seré clienta y entonces tendré la razón. “Son todos unas zorras” –sigo pensando–, tan astutos…