Puesto porJCP on Dec 7, 2013 in Autores
Las cosas del estado y de la ciudad no tienen injerencia sobre nosotros. Nada nos importa que los ministros y los áulicos hagan falsa gerencia de las cosas de la nación. Todo esto sucede allá fuera como el barro en los días de lluvia. Nada tenemos que ver con eso que tenga al mismo tiempo que ver con nosotros.
Semejantemente, no nos interesan las grandes convulsiones, como la guerra y las crisis de los países. Mientras no entren en nuestra casa, nada nos importa a qué puertas llaman. Esto, que parece que se apoya en un gran desprecio por los demás, en realidad tiene su origen en nuestro aprecio escéptico por nosotros mismos.
No somos bondadosos ni caritativos; no porque seamos lo contrario, sino porque no somos ni una cosa ni la otra. La bondad es la delicadeza de las almas groseras. Tiene para nosotros el interés de un episodio sucedido en otras almas, y con otras formas de pensar. Observamos, y no aprobamos ni dejamos de aprobar. Nuestro oficio es no ser nada.
Seríamos anarquistas si hubiésemos nacido en las clases que a sí mismas se llaman desprotegidas, o en otras cualesquiera de donde se pueda bajar o subir. Pero, en verdad, nosotros somos, en general, criaturas nacidas en los intersticios de las clases y las divisiones sociales; casi siempre en aquel espacio decadente que está entre la aristocracia y la (alta) burguesía, el lugar social de los genios y de los locos con quienes se puede simpatizar.
La acción nos desorienta, en parte por incompetencia física, aún más por inapetencia moral. Nos parece inmoral actuar. Todo pensamiento nos parece degradado por la expresión en palabras, que lo vuelven cosa de los otros, que lo hacen comprensible a los que lo comprenden.
Es grande nuestra simpatía por el ocultismo y por las artes de lo escondido. No somos, sin embargo, ocultistas. Nos falta para eso la voluntad innata y, además, la paciencia para educarla de modo que se transforme en perfecto instrumento de los magos y magnetizadores. Pero simpatizamos con el ocultismo, sobre todo porque suele expresarse de manera que muchos que leen e, incluso muchos que creen comprender, nada comprenden. Es soberbiamente superior esa actitud misteriosa. Es, además de esto, fuente copiosa de sensaciones de misterio y de terror: las larvas de lo astral, los extraños entes de diversos cuerpos que la magia ceremonial evoca en sus templos, las presencias desencarnadas de la materia de este plano, que flotan alrededor de nuestros sentidos cerrados, en el silencio físico del sonido interior; todo eso nos acaricia con una mano viscosa, terrible, en el desamparo y en la oscuridad.
Pero no simpatizamos con los ocultistas en la parte en que son apóstoles y amantes de la humanidad; esto los despoja de su misterio. La única razón para que un ocultista funcione en lo astral es bajo la condición de hacerlo por estética superior, y no con el siniestro fin de hacer el bien a cualquier persona.
Casi sin saberlo, hace presa de nosotros una simpatía atávica por la magia negra, por las formas prohibidas de la ciencia trascendente, por los Señores del Poder que se vendieron a la Condenación y a la Reencarnación degradada. Nuestros ojos, débiles e inciertos, se pierden, con un celo femenino, en la teoría de los grados invertidos, en los ritos inversos, en la curva siniestra de la jerarquía descendente.
Satán, sin que lo queramos, posee para nosotros una sugestión como la del macho hacia la hembra. La serpiente de la Inteligencia Material se nos enroscó en el corazón, como al caduceo simbólico del Dios que comunica: Mercurio, señor de la Comprensión.
Aquellos de nosotros que no son pederastas desearían tener el coraje de serlo. Toda inapetencia hacia la acción inevitablemente feminiza. Faltamos a nuestra verdadera profesión de amas de casa y de matronas sin que podamos hacer nada por un desvío del sexo en la encarnación presente. Aunque no creamos absolutamente en esto, sabe la sangre de la ironía actuar en nosotros como si lo creyésemos.
Todo esto no es por maldad, sino sólo por debilidad. Adoramos, a solas, el Mal, no por ser él el Mal, sino porque es más intenso y fuerte que el Bien, y todo lo que es intenso y fuerte atrae a los nervios que deberían ser de mujer. Pecca fortiter no va con nosotros, que no tenemos fuerza, ni siquiera la de la inteligencia, que es la que tenemos. Piensa en pecar fuertemente: es lo máximo que para nosotros puede valer esa aguda indicación. Pero ni siquiera eso nos es posible a veces: la propia vida interior tiene una realidad que a veces nos duele por ser una realidad cualquiera. Que haya leyes para la asociación de ideas, como para todas las operaciones del espíritu, insulta nuestra nativa indisciplina.
Fernando Pessoa