Al sospechar que todo poder económico, político o mediático pretende imponer su interpretación de la actualidad, pongo en cuarentena sus mensajes huyendo de los noticieros que confunden lo real con lo deseado y la información con el sectarismo editorial.
Probablemente los periódicos, en sus inicios, tuvieron como objetivo informar desde la verdad, pero todo indica que esa intención quedó sepultada. Chesterton afirmó de ellos que "existen para impedir que la verdad se diga". Un siglo después, ¿carece de vigencia su afirmación? En cualquier caso, para no caer en la desinformación, nada más eficaz que una población en alerta contra la manipulación de los poderosos. Naturalmente que estar informado requiere un esfuerzo y tiempo, pero cuál es la alternativa ¿vivir en el engaño y manipulado?
Aunque la Constitución española recoja el derecho a recibir una información veraz, sabemos que la prensa viene cargada de parcialidad, tergiversaciones y ocultaciones. Por ello, es necesaria cierta distancia con respecto a quienes tratan de imponer determinadas lecturas, un poco de escepticismo, algo de análisis y el suficiente sentido crítico para no ser embaucados por demagogos y otros estafadores.
Atendiendo a los titulares y a lo reflejado en las redes sociales tras cualquier sesión en el Parlamento, se puede concluir que hay interés en sobreexcitar a la ciudadanía. ¿Son conscientes de ello los diputados que se limitan a insultar y a convertir el Congreso y el Senado en una pelea constante en el desprecio y la provocación? ¿Sorprende que esa tensión se traslade a la calle? ¿Acaso desconocen esos políticos y ese periodismo bullanguero que una sociedad sobreexcitada termina siendo una sociedad irreflexiva y por tanto tan inútil como peligrosa? ¿Ignoran que en sociedades inmaduras, cualquier vendedor de pócimas milagreras y suficiente labia arrasa? Cuando se polemiza sobre los límites de la libertad de expresión, me gustaría pensar que una sociedad madura en democracia, es aquella que dirime esta cuestión mediante el ejercicio de la libertad de expresión y que dejar en manos de jueces y políticos lo que se puede decir es un signo de inmadurez democrática.
Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco, ensayo asequible, didáctico y recomendable, escribe: "En tiempos de desgracia, es preciso mantenerse alerta, auscultar los errores, esgrimir la crítica: ser capaces de tender la mano y vigilar desmanes. Pero la convivencia se enfanga si intentamos aliviar el dolor azuzando la cólera contra el diferente, el que nos cae mal, esa gente perversa que no es o no piensa como yo". Más que alimentar el odio hay que vivir aprendiendo de las huellas del pasado y proyectando un futuro realista y esperanzador. Cuando más sosiego necesitamos, más frustrante resulta el protagonismo de políticos y personajes sin nada solvente que decir, pero empeñados en salpicar con sus monsergas cargadas de irreflexión y vísceras.
La democracia deja de ser democrática cuando se convierte en un sistema en manos de los poderosos con el aval de una población ejerciendo de tonto útil. Hay que rebelarse contra la democracia aparente. Para que una democracia merezca tal nombre necesita del activismo y pensamiento crítico frente al poder político, económico y mediático. Para no convertirnos en siervos de ese poder, es necesario ignorar las consignas, sospechar de las verdades reveladas, rechazar a los predicadores de las verdades absolutas y la violencia verbal de los iluminados.