Esta últimas semanas está teniendo lugar un debate centrado en la función de los medios de comunicación y, en cierta medida, se está utilizando para tratar de poner límites a una de las libertades esenciales de todo sistema democrático. Dos ejemplos muy ilustrativos (la muerte de la senadora Rita Barberá y la publicación de documentos sobre la evasión fiscal en el ámbito futbolístico) están sirviendo desde diferentes sectores y con diversos argumentos para pretender amordazar la difusión libre de noticias.
En cuanto al primer caso, se han llegado a escuchar afirmaciones que conectaban el tratamiento en prensa, radio y televisión de las investigaciones judiciales sobre la supuesta financiación irregular del Partido Popular en Valencia con el fallecimiento de su ex alcaldesa, aludiendo a una cuasi relación causa-efecto entre el modo de abordar la información y su relación con el trágico desenlace para, desde ahí, culpar a los periodistas en lo que parece una nueva versión del clásico “matar al mensajero”.
Por lo que al segundo se refiere, el juez de Madrid Arturo Zamarriego ha prohibido al periódico EL MUNDO y a su director, Pedro G. Cuartango, la difusión de datos personales, financieros, fiscales y de índole legal relacionados con una aparente trama para evitar el pago de impuestos por parte de mediáticas y adineradas figuras del denominado “deporte rey”, llegando incluso a advertir sobre posibles penas de prisión en el caso de no acatar la citada orden, y justificando dicha decisión tanto en la protección del derecho a la intimidad de los perjudicados por esa revelación de datos como en el perjuicio que la publicación de los mismos generaría para la investigación de los hechos.
De este par de muestras y de otras similares se han valido individuos aprovechados e intereses poco defendibles para atacar a los medios de comunicación y afectar a su obligada labor informativa. Silenciar, mediatizar y censurar son verbos que se suelen conjugar muy a menudo desde los diferentes ámbitos del poder para conseguir sus propios fines. Sin embargo, son afrentas que golpean directamente sobre las bases de nuestro sistema de gobierno ya que, en democracia, poco o nada hay más importante que un electorado bien informado.
El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha llegado a afirmar en alguna de sus sentencias que la prensa es el “perro guardián” de las libertades y ha establecido una sólida jurisprudencia que vincula el interés público con la libre circulación de información. De igual manera se expresan el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y nuestro Tribunal Constitucional. Este último ha manifestado reiteradamente el carácter prevalente o preferente de la libertad de información, por su capacidad para formar una opinión pública libre, indisolublemente unida al pluralismo político propio de un Estado democrático. Y, aunque se trate de un derecho diferente, la libertad de expresión también está afectada de alguna manera en este asunto. Así, nuestros tribunales también han desarrollado una coherente y necesaria doctrina sobre la prioridad de aquella cuando pudiera afectar al honor o a la intimidad de las personas, siempre y cuando exista un interés público y se encuadre en un debate de ideas y opiniones. Es más, de forma tajante se afirma en la reciente sentencia del TC 112/2016 de 20 de junio que “la libertad de expresión comprende la libertad de crítica aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática”. A lo anterior se debe añadir que no existe un hipotético derecho a no verse ofendido por las opiniones de los demás. Por ello, no se pueden limitar las expresiones que desagraden, aunque se puedan considerar inaceptables para algunas personas desde el subjetivo punto de vista de sus valores, creencias o principios.
Obviamente, estos derechos tienen sus límites. Ni la libertad de expresión ni la de información incluyen en modo alguno el derecho al insulto, como tampoco al denominado “discurso del odio” como forma de incitar a la intolerancia o incluso a la comisión de delitos (actitudes todas ellas incompatibles con el sistema de valores de una democracia). Igualmente, la difusión de hechos está amparada en su condición de veracidad y en el apego al interés general. Existen fórmulas legales para reclamar contra las manifestaciones que traspasan las más elementales fronteras de la lógica y de los valores constitucionales. Sin embargo, recurrir a someter o a mediatizar a los medios de comunicación es una eficaz manera de enfermar y hasta de liquidar ese necesario caldo de cultivo para ejercitar gran parte de nuestros derechos como ciudadanos.
Si se continúa por este camino de acotar, cercar y amurallar la capacidad de difundir noticias de interés público, terminaremos por no reconocer nuestro sistema de libertades. Tal vez no sea hoy. Ni siquiera mañana. Pero llegará el día en el que la censura afectará a los cimientos mismos de ese edificio que todos nosotros estamos llamados a proteger con tanto afán: nuestra democracia.