Hablemos pues de la vida humana. Cuando me observo, no desde el punto de vista fisiológico sino existencial, me encuentro puesto en un mundo dado, no construido ni elegido por mí. Me encuentro en situación respecto a fenómenos que empezando por mi propio cuerpo son ineludibles.
El cuerpo como constituyente fundamental de mi existencia es, además, un fenómeno homogéneo con el mundo natural en el que actúa y sobre el cual actúa el mundo. Pero la naturalidad del cuerpo tiene para mí diferencias importantes con el resto de los fenómenos, a saber: 1.- el registro inmediato que poseo de él; 2.- el registro que mediante él tengo de los fenómenos externos y 3.- la disponibilidad de alguna de sus operaciones merced a mi intención inmediata.
Pero ocurre que el mundo se me presenta, no solamente como un conglomerado de objetos naturales sino como una articulación de otros seres humanos y de objetos y signos producidos o modificados por ellos. La intención que advierto en mí aparece como un elemento interpretativo fundamental del comportamiento de los otros y así como constituyo al mundo social por comprensión de intenciones, soy constituido por él. Desde luego, estamos hablando de intenciones que se manifiestan en la acción corporal. Es gracias a las expresiones corporales o a la percepción de la situación en que se encuentra el otro, que puedo comprender sus significados, su intención. Por otra parte, los objetos naturales y humanos se me aparecen como placenteros o dolorosos y trato de ubicarme frente a ellos modificando mi situación.
De este modo, no estoy cerrado al mundo de lo natural y de los otros seres humanos sino que, precisamente, mi característica es la “apertura”. Mi conciencia se ha configurado intersubjetivamente: usa códigos de razonamiento, modelos emotivos, esquemas de acción que registro como “míos” pero que también reconozco en otros. Y, desde luego, está mi cuerpo abierto al mundo en cuanto a éste lo percibo y sobre él actúo. El mundo natural, a diferencia del humano, se me aparece sin intención. Desde luego, puedo imaginar que las piedras, las plantas y las estrellas poseen intención pero no veo cómo llegar a un efectivo diálogo con ellas. Aún los animales en los que a veces capto la chispa de la inteligencia, se me aparecen impenetrables y en lenta modificación desde adentro de su naturaleza. Veo sociedades de insectos totalmente estructuradas, mamíferos superiores usando rudimentos técnicos, pero repitiendo sus códigos en lenta modificación genética, como si fueran siempre los primeros representantes de sus respectivas especies. Y cuando compruebo las virtudes de los vegetales y los animales modificados y domesticados por el hombre, observo la intención de éste abriéndose paso y humanizando al mundo.
Me es insuficiente la definición del hombre por su sociabilidad ya que ésto no hace a la distinción con numerosas especies; tampoco su fuerza de trabajo es lo característico, cotejada con la de animales más poderosos; ni siquiera el lenguaje lo define en su esencia, porque sabemos de códigos y formas de comunicación entre diversos animales. En cambio, al encontrarse cada nuevo ser humano con un mundo modificado por otros y ser constituido por ese mundo intencionado, descubro su capacidad de acumulación e incorporación a lo temporal; descubro su dimensión histórico-social, no simplemente social.
Vistas así las cosas, puedo intentar una definición diciendo: El hombre es el ser histórico, cuyo modo de acción social transforma a su propia naturaleza. Si admito lo anterior, habré de aceptar que ese ser puede transformar intencionalmente su constitución física. Y así está ocurriendo.
Comenzó con la utilización de instrumentos que puestos adelante de su cuerpo como “prótesis” externas le permitieron alargar su mano, perfeccionar sus sentidos y aumentar su fuerza y calidad de trabajo. Naturalmente no estaba dotado para los medios líquido y aéreo y sin embargo creó condiciones para desplazarse en ellos, hasta comenzar a emigrar de su medio natural, el planeta Tierra.
Hoy, además, está internándose en su propio cuerpo cambiando sus órganos; interviniendo en su química cerebral; fecundando in vitro y manipulando sus genes. Si con la idea de “naturaleza” se ha querido señalar lo permanente, tal idea es hoy inadecuada aún si se la quiere aplicar a lo más objetal del ser humano, es decir, a su cuerpo. Y en lo que hace a una “moral natural”, a un “derecho natural” o, a instituciones naturales encontramos, opuestamente, que en ese campo todo es histórico-social y nada allí existe por naturaleza.
Contigua a la concepción de la naturaleza humana, ha estado operando otra que nos habló de la pasividad de la conciencia. Esta ideología consideró al hombre como una entidad que obraba en respuesta a los estímulos del mundo natural. Lo que comenzó en burdo sensualismo, poco a poco fue desplazado por corrientes historicistas que conservaron en su seno la misma idea en torno a la pasividad. Y aún cuando privilegiaron la actividad y la transformación del mundo por sobre la interpretación de sus hechos, concibieron a dicha actividad como resultante de condiciones externas a la conciencia.
Pero aquellos antiguos prejuicios en torno a la naturaleza humana y a la pasividad de la conciencia hoy se imponen, transformados en neoevolucionismo, con criterios tales como la selección natural que se establece en la lucha por la supervivencia del más apto. Tal concepción zoológica, en su versión más reciente, al ser trasplantada al mundo humano tratará de superar las anteriores dialécticas de razas o de clases con una dialéctica establecida según leyes económicas naturales que autorregulan toda la actividad social. Así, una vez más, el ser humano concreto queda sumergido y objetivizado.
Hemos mencionado a las concepciones que para explicar al hombre comienzan desde generalidades teóricas y sostienen la existencia de una naturaleza humana y de una conciencia pasiva. En sentido opuesto, nosotros sostenemos la necesidad de arranque desde la particularidad humana; sostenemos el fenómeno histórico-social y no natural del ser humano y también afirmamos la actividad de su conciencia transformadora del mundo, de acuerdo a su intención.
Vimos a su vida en situación y a su cuerpo como objeto natural percibido inmediatamente y sometido también inmediatamente a numerosos dictados de su intención. Por consiguiente se imponen las siguientes preguntas: ¿cómo es que la conciencia es activa, es decir, cómo es que puede intencionar sobre el cuerpo y a través de él transformar al mundo? En segundo lugar, ¿cómo es que la constitución humana es histórico-social? Estas preguntas deben ser respondidas desde la existencia particular para no recaer en generalidades teóricas desde las cuales se deriva luego un sistema de interpretación. De esta manera, para responder a la primera pregunta tendrá que aprehenderse con evidencia inmediata cómo la intención actúa sobre el cuerpo y, para responder a la segunda, habrá que partir de la evidencia de la temporalidad y de la intersubjetividad en el ser humano y no de leyes generales de la Historia y de la sociedad.