No era un día muy luminoso, no. La noche tampoco había sido muy oscura, por lo tanto no nos podíamos quejar, bueno, tampoco lo podriamos haber hecho de todas formas, por que ¿a quién protestas por la poca o mucha luz que tengan los días y las noches? A nadie.
La furgoneta autónoma había traído la compra que había realizado por internet (tampoco es que pudiera hacerla en persona, hacía años que ningún super pagaba a ninguna cajera, a ningún reponedor, ni siquiera a ningún repartidor). Había decidido tomarme un café a la orilla del mar, el segundo del día, tras despertar, desayunar uno con unas galletas y recoger la maldita compra, pero la cosa se ponía complicada, tampoco quedaban bares que fueran capaces de atender mis peticiones, un simple café con hielo, las máquinas no estaban programadas para ofrecer caprichos más allá del extra de ázucar.
Mi trabajo no me ocupaba muchas horas y pagaban razonablemente bien, era programador de esas máquinas, de café, de cocina ambulante, de condones, de medicamentos e incluso había programado una que servía combinados de ginebra. Tampoco es que fuera un trabajo muy importante, ya que apenas había gente que pudiera comprar lo que vendían las máquinas, ya casi nadie trabajaba y, lo que se dice comer, tampoco es que lo hicieran demasiado.
Yo no vivo mal, insisto. Tengo una casa con alarma, un coche que me lleva a los sitios y ninguna complicación. Pero a veces pienso que pasaría si una máquina fuera capaz de hacer lo que yo hago. ¿A qué me dedicaría, si sólo sé programar máquinas expendedoras? No sé hacer nada más, ni siquiera cocinar, tengo una máquina que lo hace por mí. Procuro no pensar en ello, mientras sigo buscando un café con hielo en un mundo seriamente deformado.