Revista En Femenino

Deja vu

Por Expatxcojones

Deja vu

Chime y yo, Tánger, 2015.expatriadaxcojones.blogspot.com


Voy camino del aeropuerto. Aunque sé que me va a tocar esperar —porque he salido con demasiado tiempo de antelación— tengo tantas ganas de verla que no me importa. Hoy, después de casi cuatro años, estaré con ella otra vez. Viene con su hijo. Se quedará en casa conmigo toda la semana.
Su vuelo llega a la una del mediodía. Aparco el coche cuando quedan cinco minutos. Entro, paso por el detector de metales y camino hacia la derecha. La zona de llegadas. Me encuentro a varia gente esperando. Miro la pantalla. No hay ningn vb﷽﷽﷽﷽﷽﷽No hay ninghay un grupo de gente esperando. Miro la pantalla. Algo no me cuadra. No hay ningunaderecha. la por iones nún vuelo que venga de Barcelona. Sólo un par de Madrid y otro de Bruselas. Qué raro.
Después de más de una hora plantada allí de pie y ver a todos —absolutamente todos— los pasajeros abandonar el recinto, Chime sigue sin aparecer. Me he quedado sola. Nadie se abraza a mi alrededor ni llora de alegría. No hay ningún hombre mirando el reloj, ninguna mujer que lleve en brazos a un niño cansado. Sólo estamos yo y mi desconcierto.
La llamo. Su teléfono suena pero ella no lo coge. No sé qué hago todavía aquí. Pero tampoco puedo irme. ¿Y si me marcho y ella aparece de repente? No lo hará. Todavía, no. Mi móvil empieza a vibrar. Lo saco del bolsillo. Lo miro. Es ella.
   —¿Dónde estás?—. Le pregunto.   —Yo aquí. ¿Dónde estás tú? —me responde.   —Yo en el aeropuerto. ¿Y tú?   —Yo, también.
Llegados a este punto ya intuyo que algo no va bien. El aeropuerto de Tánger es tan pequeño que si ella estuviera aquí, no vernos sería igual de extraño que no encontrarse con una orca en la piscina de un acuario.
   —¿En qué aeropuerto estás? —le pregunto temiendo la respuesta.   —En Casablanca.   —¡Pero si yo vivo en Tánger!
Lo que sigue son apenas un minuto de exclamaciones, dos de explicación —uno para cada una de nosotras— y treinta segundos para concretar la solución al problema.
No hay otra. Tiene que coger un taxi. Debe recorrer los casi trescientos cincuenta kilómetros que hay hasta mi casa por carretera. Es lo más fácil y rápido. Le saldrá un poco caro pero Chime no protesta. Nos hacemos un par de llamadas durante el trayecto y en menos de lo que pensaba está plantada en mi calle. Esperándome. Mochila al hombro y hablando con Jean-Luc, su hijo.
No me lo creo. Está aquí. Es ella. La llamo desde el otro extremo de la calle. Se gira. La miro bien. Sigue exactamente igual que la recordaba. Guapa. Delgada. Pecosa. Lleva el pelo recogido en una coleta, para variar. Viste igual que siempre. Tejanos. Botas. Camisetas lanceras y superpuestas. ¿Seguirá también igual en las demás cosas? No. Imposible. Han pasado cuatro años. Por fuerza habrá habido cambios en su vida. Ahora todavía lo desconozco. Los próximos días me pondrá al corriente. Durante una semana volveremos a ser las de entonces, cuando me acogió en su piso de Gracia durante medio año.
Nos habíamos licenciado hacía apenas tres meses, durante los cuáles yo había estado haciendo sustituciones en la Televisión Autonómica Catalana. Como cobraba una buena pasta, decidí independizarme. Mi novio D y yo alquilamos un piso en el barrio de Les Corts, a cincuenta metros del Camp Nou. El experimento duró un mes. Los dos siguientes estuve allí sola, jugando a las casitas y pensando dónde coño me iba a ir cuando se me acabase el contrato de trabajo. A casa de mis padres no. De eso estaba segura. Pero ¿dónde? Entonces, comentándolo con otra amiga de la Universidad, Laura, que también quería irse a vivir sola, decidimos que compartiríamos piso. Se sumaron dos amigas suyas y empezamos a buscar. Pero pasaba el tiempo y yo tenía que mudarme. Los noventa días de contrato llegaban a su fin. Ahí fue cuando sucedió. Aunque no recuerdo si fui yo —seguramente— quién se lo pedí o ella la que se ofreció. En todo caso, acabé con mis bártulos en su casa.
Chime tenía un piso en el mismísimo corazón del barrio de Gracia. Justo encima de los cines Verdi. En la calle Encarnació. Era diminuto. Menos de cincuenta metros, creo. Superada la puerta principal, te encontrabas el recibidor, donde solíamos dejar los zapatos. A mano derecha había un aseo. Era tan diminuto que no llegabas a comprender cómo habían hecho para meter allí dentro un wáter, una ducha y una pica. Meterse allí era como hacerlo en una cápsula del tiempo.
A la izquierda, justo enfrente, había un pequeño cuarto. Después estaba el salón, que daba a una terraza del mismo tamaño. Y su habitación. No había nada más. Mentira. Estaba la cocina. Lo olvidaba. Si es que a aquel cubículo se le puede llamar así. Imposible meternos allí las dos juntas. De hecho, no sé cómo lo hacía ella pero cocinaba y estaba todo muy rico.
A pesar de ser un espacio reducido, el lugar tenía el encanto que sólo una persona como ella puede imprimir a cuatro paredes. Suelo de parqué. Sofá amarillo. Un cuadro que había pintado su padre —¿O lo había hecho Tere? No lo recuerdo— colgado en la pared. No había muchas más cosas. Libros, cd’s, el equipo de música dónde le gustaba escuchar flamenco o Radio3. El ordenador portátil –siempre abierto- en algún sitio. Libretas, lápiz, alguna que otra revista.
Me instalé en el cuartucho diminuto sin problema. Total, aquello iba a ser provisional. Incluso recuerdo haberme traído un ligue. Ahora lo pienso y no imagino cómo fuimos capaces. O yo era muy flexible o él era un acróbata. De otro modo hubiera sido imposible.
Los recuerdos de aquella época son vagos. Difuminados. Fragmentados. Siempre que termino una relación —han sido tres antes de reencontrarme con el Kalvo y sentar la cabeza— me vuelvo un poco loca. Es como un paréntesis de desenfreno en medio de una vida ordenada. Un lapso de impulsividad en un océano de estabilidad premeditada. Sea como sea recuerdo pocas cosas y de las que me acuerdo no quiero hablar. No estoy preparada.
Sí que guardo imágenes de los momentos en que llegaba a casa después del trabajo. Yo venía de la tele —acababa de empezar como reportera en City TV— y la encontraba sentada en el sofá. Muchas de las veces me acababa de ver salir en pantalla y comentábamos la noticia. Otras, estaba en el suelo. Sus piernas en posición de loto sobre un cojín. Escribiendo o dibujando. Siempre con música de fondo.
Y nos poníamos a hablar. Creo que esa es una de las cosas que han caracterizado nuestra relación. Nuestra amistad. Siempre hemos hablado mucho y de todo. Cuando hoy, charlando con mi madre por teléfono me ha preguntado: ¿Os lo habéis pasado bien? Sí. Sí —he respondido— muy bien. ¿Es divertida? Por un momento no he sabido qué contestar. ¿Es Chime divertida? Sí y no. Tiene sus momentos. Nos reímos juntas un montón de veces pero no me atrevería a definirla como una chica divertida. De esas que van soltando chispas a cada rato. Ella es más bien una chica serena. Tranquila. Sosegada. Irradia calma. Aunque su cabeza sea una constante ebullición de pensamientos, paranoias y comidas de olla. Con ella las conversaciones son largas. Intensas. Intentamos ser sinceras, dentro de lo que cabe. No mentirnos. No la una a la otra, sino cada una a nosotras mismas. Nos podemos pasar horas dándole la vuelta a los mismos temas. Hay algunos muy recurrentes; como nos ha sucedido estos días o, mejor dicho, estas noches en que nos han dado las tantas.
Ha sido como viajar en el tiempo. Tener un deja vu. Durante el día hemos hecho un poco de turismo. Lo típico: mercado, medina, kasbha. Por la tarde, hemos hecho de mamás. Lo típico: casa, bolas, hípica. Por la noche, hemos tenido nuestros momentos.
Cuando conseguimos acostar a los niños la casa queda en silencio. Abrimos unas cervezas —no se atreve con el vino marroquí que le he comprado; dice que el color le recuerda al Moscatell —y nos sentamos en el sofá. Compartimos la manta. No hay tele, ni música, sólo nuestras palabras invisibles llenan el comedor.
Hablando de los colegas de la universidad, comentando qué ha sido de ellos, me cuenta que una vez Xavi le dijo: A mí tú me transmites paz. Yo siento exactamente lo mismo. Estar con ella es balsámico. Te transmite esa energía positiva. Quiera o no. No lo sé. Me pregunto qué le transmitiré yo a ella. Si es que le transmito algo porque paz, me da a mí que no, precisamente.
Chime me cuenta que ha abandonado la ciudad por el campo. Igual que hace diez años dejó la agencia de publicidad en la que trabajaba para irse a cocinar en una empresa decatering. Vive en un pueblo de mil habitantes, del que yo nunca antes había oído hablar y del que ella me cuenta hace mucho viento. Acaba de abrir una tetería con otra de las chicas que estudiaba con nosotras, Nuria, la de Reus.
Creo que éste siempre ha sido su sueño. Tener algo suyo. Propio. Un proyecto dónde ella decida cómo, qué y cuándo y, sobretodo, algo que pueda hacer con el corazón. No es ambiciosa en el sentido tradicional del término. No creo que su objetivo sea el dinero. Pero tiene las ideas claras. Sabe lo que quiere. Hacer lo que le gusta y a ella le encantan los pasteles. Comprar los mejores ingredientes, cocinarlos con sus manos, servírselo a sus clientes. Me cuenta que en La Simona, porque así se llama el lugar, los clientes se parecen a las dueñas. Creo que eso se debe a que ellas le han entregado su personalidad al local, han trasladado allí su carácter. Por eso va la gente, pienso, además de por comer bien y barato. Por el ambiente que se respira. Por esa paz, por esa tranquilidad. Me enseña una foto. En ella aparecen tres personas. Sentadas cada una en una mesa. Solitarias. Tranquilas. Las tres están con un libro en la mano.
Yo también la aburro con mis cosas. Pero son más mundanas y menos interesantes. Hablando con ella me doy cuenta de que yo también he cambiado. Muchas cosas en mi vida no son ni volverán a ser igual que antes. En el camino se han quedado algunos sueños. Se han abierto horizontes que nunca imaginé. Estoy casada. Tengo dos hijos. He abandonado mi trabajo. Aún y así, sigo siendo la misma. ¿O no?
Los años pasan. Demasiado rápido para mi gusto. Me deprime el paso del tiempo. Siempre lo ha hecho. Soy una persona melancólica. Me angustia la muerte. Me aterra envejecer. Por eso cuando veo que hay cosas que permanecen igual que siempre me siento bien.
   —Hay cosas que nunca cambian—. Le digo en un momento dado.   —Me gusta que sea así—. Responde.   —A mí, también…

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