Autor: Ramón de Campoamor.
Si dispusiéramos de una especie de contador interno capaz de estipular con precisión al término de cada día, el número de veces que expresamos una queja, nos sorprenderíamos. No somos conscientes, pero utilizamos la queja tan a menudo y para cualquier situación, que al final resulta que nuestro día a día está cargado de negatividad.
Madrugar, una queja. El café demasiado caliente, el siguiente lamento. El tráfico, obviamente, motivo de queja global. Un trabajo que no gusta (nueva queja). Al llegar a él tratar con un jefe impredecible o huraño o con compañeros excéntricos o cargantes (más quejas). Las noticias, que nos enojan, las facturas, que nos desazonan y si no sentimos motivos de queja por nada de lo anterior, siempre nos quedará un clima de mil demonios en el que, a nuestro parecer, siempre hará demasiado calor o excesivo frío o lloverá (y es una lástima) o no lo hará (y es un desastre)…
Hace un tiempo leí una aleccionadora historia sobre los varios descontentos cotidianos y el significado último que deberíamos encontrarle a la vida…
Un grupo de alumnos, ya bien situados una vez terminado su periplo universitario, decidió reunirse con el fin de visitar a un viejo profesor muy estimado por todos ellos. Apenas transcurridos unos minutos de charla todos, sin excepción, fueron expresando quejas en torno a su agitada vida y sobre todo a la situación de estrés y de exigencia permanente que experimentaban en sus respectivos trabajos. El profesor, como buen anfitrión, les ofreció café, y se dirigió a la cocina regresando con una cafetera grande y una selección de tazas de lo más diversa: de porcelana, plástico, vidrio, cristal. Unas, en apariencia, sencillas y baratas, otras decoradas de manera festiva; unas apreciablemente caras, otras muy pobres de aspecto... Les dijo a cada uno de sus ex alumnos que escogieran una taza y se sirvieran un poco del café recién preparado.
Una vez estuvieron servidos, el viejo maestro les miró y se dirigió a ellos con un cierto aire condescendiente…
- Se habrán dado cuenta de que todas las tazas más bellas y aparentemente más caras se terminaron primero y que han quedado sobre la mesa las más sencillas y baratas; lo que es natural, ya que cada uno de nosotros prefiere lo mejor para sí mismo. Ésa es realmente la causa de muchos de sus problemas relativos al estrés. Es un hecho, prosiguió, que la taza no le añadió calidad al café. La taza solamente disfraza o reviste lo que bebemos. Lo que ustedes querían era el café, no la taza, pero instintivamente buscaron las mejores.
- Ahora piensen en esto: La vida es el café. Los trabajos, el dinero, la posición social, etc. son meras tazas, que le dan forma y soporte a la vida y el tipo de taza que tengamos no define ni cambia realmente la calidad de vida que llevemos. A menudo, por concentrarnos sólo en la taza dejamos de disfrutar el café. ¡Disfruten su café!
El maestro concluyó su lección: - La gente más feliz no es la que tiene lo mejor de todo, sino la que hace lo mejor con lo que tiene.
Reflexión final: Como un gorro es la vida, según un proverbio judío, que unos se ponen y otros se quitan. Quienes se lo ponen deciden vivir no importando cuánto tengan; quienes se lo quitan deciden malvivir buscando 'todo' lo que les falta.