¿En qué se parecen un rockero y un piloto de aviones? En que a los dos los aplauden cuando terminan de hacer su trabajo.
Es de madrugada. De esos horarios en los que se pierde la noción de saber si es demasiado tarde o muy temprano (todo depende de donde se lo mire). La oscuridad abunda. Se escucha una voz por altoparlante que nos avisa que ha comenzado el descenso (no se asusten que no tiene nada que ver con el fútbol, los promedios y todo eso).
Las azafatas o tripulantes de cabinas de pasajeros comunican: “como la regulación lo indica en vuelos nocturnos, procederemos a apagar las luces de la cabina”. Algunos que no han podido pegar un ojo en toda la noche, tiemblan. Esa misma voz te pide que guardes la mesita tipo bandeja y pongas el asiento en vertical. Uno, semi zombie, hace caso con algo de miedo y sin estar del todo seguro donde se encuentra.
Comenzado el descenso, el avión vuela cada vez más bajo y en la panza se genera esa sensación extraña, casi adrenalínica. Los paranoicos tiemblan, los ansiososos esperan y los relajados duermen. Algo suena y un experto cuenta que se abrieron las ruedas. La personitas empiezan a crecer, y abajo todo es cada vez más grande.
De repente pum, las ruedas golpean contra el suelo. Pum. De vuelta en el piso. Y una fuerza propulsa el cuerpo hacia adelante. En ese momento extrañamente mucha gente se vuelve loca y aplaude, se emociona. Pero el momento del aterrizaje no debería ser algo raro. Lo raro no es llegar a tierra, lo raro es estar volando, hermano. En todo caso deberían aplaudir y disfrutar de volar, de estar en el aire. Lejos del sueño de los hermanos Wright o quien sea que lo haya inventado, ahora andamos por ahí sentados en el medio del aire, como si nada, tranca.
Creemos que la gente que tiene pánico a volar suele ser la gente más cuerda. Son los únicos que se dan cuenta que volar es cualquiera y por eso les da cagazo. Son los único que tienen lógica de aplaudir. Porque cuando el avión se mueve por sus ruedas y no sus alas, se sienten a salvo. Mejor dicho: vivos, que no es poco. Y por eso aplauden, porque carajo estoy vivo mierda.
Entonces pensamos: ¿también tendremos que aplaudir cuando nos tomamos el 60 y el colectivo llega a destino? ¿Tocar el timbre para que el chofer pare y luego aplaudirlo por llevarnos hasta nuestras casas?
Ésta no sé si la tenían, pero un amigo de la casa que viajó mucho en avión nos contó que sólo los argentinos aplaudimos. Y claro, si aplaudimos al que hace el asado, ¿cómo no vamos a aplaudir al que nos devuelve sanos y salvos? Un aplauso para el piloto, che.
Y bueno, igual, más allá de si aplaudís o no cuando aterriza el avión, cuando el mismo se detiene, siempre pero siempre, te ponés de pie y empezás a hacer cola, otra de las debilidades humanas.
P.D.: Otra hipótesis manifiesta que dicho acto tiene su primer precedente en un vuelo turbulento que tenía como destino La isla de Pascua. Dicen que en ese vuelo trasladaban cientos de cangrejos en busca de libertad. Habían sido desplazados de su habitat natural y buscaban un lugar un poco más tranquilo donde vivir.