Revista Arquitectura

Dejar la ciudad y no mirar atrás: mil razones para ser neo-rural

Por Hogarismo

Una mañana me levanté y… era neo-rural. No, no fue realmente así. Ni los actos más radicales nacen de la nada, siempre antes ha existido un largo proceso, a veces más consciente, a veces menos. Siendo una urbanita convencida, nativa del cemento y de lo artificial, dejar la ciudad por un terreno en mitad del campo fue un acto revolucionario pero coherente. Hubo dos factores que pesaban mucho y que al final lo desencadenaron todo: primero, mi urgente necesidad de embridar y saborear el tiempo, que hasta entonces se me engullía sin masticar; segundo, poder adoptar muchos animales, cosa que en un piso era imposible. Pero dar el paso implicaba desarraigarme de lo único que conocía: una ciudad, u otra ciudad, y otra más…

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Fuente: Ian Sutton en Flickr

Desarraigar es un verbo duro en apariencia, suena aterrador para la razón y para el corazón. A veces es el mayor obstáculo psicológico con el que se encuentra quien se plantea dejar la ciudad por el campo: arrancarse de lo conocido, del control sobre el entorno, del hormiguero humano… Arrancarse de la propia identidad, la que uno cree tener, la que ha construido durante largos años sobre premisas y grandes verdades-verdaderas del tipo: prisa = actividad = “ser productivo”. En mi caso, la imagen mental que me iluminó para decidirme a ser neo-rural fue muy potente: desarraigarme del cemento para arraigarme en tierra viva, donde las raíces pueden profundizar y el tronco y las ramas subir y expandirse.

Dejar la ciudad, trasladarse del puro centro al pleno campo supone cambiar de vida: de hábitos, de ritmo, de entorno; esto es lo evidente. Pero lo que uno intuye, y teme y desea a la vez, es el Cambio. Conocerse uno mismo en aspectos nunca sospechados. Dejar atrás muchas cosas que se daban por supuestas y por necesarias, y no lo eran. Pararse y mirar, que se diría tan sencillo, pero que al principio ha de ser un acto de voluntad. Aprendes a diferenciar Ser de Estar, y entonces Parecer deja de tener sentido. Si uno quiere, el proceso de ser neo-rural se convierte en un auténtico renacimiento. Pero dejemos la metafísica para poner ejemplos muy físicos de lo que todo esto supuso para mí.

El concepto de espacio se reformula: sales de tu vivienda y todo lo que hay afuera es igualmente “tu casa”. Levantas la vista y contemplas 180º de cielo abierto y protector (al principio semejante cielo te hace sentir minúsculo, lo cual no es precisamente negativo). Tanto espacio es un lujo infinito. Tienes tu huerto donde ir aprendiendo qué, cuándo, dónde y cuánto, para luego ponerte morado de tomates tal cual cogidos y sin lavar, porque no usas productos químicos. Tus perros (son varios) corren, vigilan y son exactamente eso, perros. Caminas descalza por donde te da la gana, y mires donde mires hay actividad pero no de la que “importa”, sino de la importante. El cerebro tiene que adaptarse a tanta libertad.

Hay otro aspecto fundamental: la autosuficiencia. Cambiar el contador de la luz por unas placas solares es liberador. El neo-rural aprende que se puede vivir consumiendo la electricidad necesaria y que no pasa nada, al revés: es una cuestión de austeridad bien entendida, de reeducación y madurez personal. Exactamente igual ocurre con el agua, con los desperdicios, con los envases. Elaboras unas estrategias precisas de consumo, reciclaje y reutilización que antes no pasaban por tu mente. Te haces cargo de tus necesidades, y el hecho de gestionarlas produce una satisfacción difícil de explicar. Al dejar la ciudad, alcanzas una independencia personal que no creías posible y ya no hay vuelta atrás. Una especie de felicidad básica y sólida se te asienta dentro: sople el viento como sople, el junco baila su danza, bien arraigado junto al agua.

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