Durante cosa de un milenio nadie osó pintar con realismo la imagen del Sufriente. En los primeros siglos aún se tenía conciencia de cuán monstruoso y absurdo era lo que el mensaje cristiano le pedía al mundo: ¡un agonizante, clavado en el poste de la ignominia, erael Mesías, el Cristo, Hijo de Dios! !Y la cruz -el más abominable de todos los instrumentos de ejecución y de castigo-,signo de vida, de salvación y de victoria! Independientemente de todo el simbolismo que hoy en día esotéricos, psicoterapeutas y simbolistas, basándose en la historia de las religiones, puedan encontrarle (o simplemente añadirle por cuenta propia) a la cruz:la cruz de Jesús fue ante todo y sobre todo un hecho histórico brutal (por eso a Poncio Pilatos le correspondió un lugar en el credo) y no tuvo nada, absolutamente nada que ver, con vida, totalidad y verdadera humanidad. Precisamente un hombre como Pablo, ciudadano de dos mundos, el judío y el helenístico, tenía plena conciencia de lo que él exigía a los hombres de su tiempo cuando les presentaba su “palabra de la cruz”: para los griegos “una necedad” y para los judíos “un escándalo”. El mismo estado de cosas hallamos, por supuesto, en la Roma de los Césares: lo que se contaba de aquel nazareno tenía que sonar a broma de mal gusto, a mensaje estúpido y primitivo, a propio de asnos, y esto en el sentido más literal: pues eso exactamente es lo que quiere decir la primera representación plástica del Crucificado que ha llegado hasta nosotros: una caricatura que alguien grabó un día, en el siglo III, en una pared del Palatino, la residencia imperial de Roma, y que representa a un crucificado, pero provisto de una cabeza de asno y debajo la inscripción “Alexamenos adora a su Dios”.
Las más antiguas representaciones que han llegado hasta nosotros de la crucifixión son del siglo V: una de ellas se halla en una placa de marfil, conservada en el Museo Británico; la otra, en la puerta de madera de la Basílica de Santa Sabina de Roma. Pero, aquí como allí, se evita toda expresión de sufrimiento; Cristo aparece en actitud de vencedor o de orante.
Hay que esperar a la plenitud del arte gótico y al primer Renacimiento para que la figura de Cristo pierda su hierática rigidez y se vea sustituida por una noble humanidad. Bajo el misticismo de la Pasión de Bernardo de Claraval o de Francisco de Asís se insiste ahora en el sufrimiento del crucificado como tema central. Y mientras que el Cristo de Fra Angélico, el dominico florentino del primer Renacimiento italiano, aún sufre con reposada belleza, al norte de los Alpes el Cristo sufriente va siendo representado con un realismo cada vez más crudo, la cabeza coronada de espinas. Y mientras el apogeo del Renacimiento italiano, influido filosóficamente por el neoplatonismo y apoyado socialmente por las capas superiores, representa a Cristo como prototipo de hombre ideal, el Gótico tardío alemán, que es, por el contrario, resultado del esfuerzo religioso del individuo y de las conmociones de la sociedad, lo representa como Varón de Dolores, torturado, azotado, quebrantado, agonizante.
Pero ninguna de las intensas y vigorosas representaciones del Crucificado realizadas en aquella época supera seguramente a la que pintó un artista que sigue siendo hoy un personaje bastante conocido y cuyo verdadero nombre no salió de nuevo a la luz hasta el siglo XX: la Crucifixión de Mathis Gothardt-Neithardt, conocido como Matthias Grünewald (hacia 1470-1528). Grünewald traspuso en imágenes importantes artículos del credo. Creó una representación de Jesús de tan estremecedora fuerza, que el Crucificado de Grünewald pasó a ser el modelo antonomásico del sufrimiento infinito.
Sólo cuatro figuras secundarias hay en ese retablo de la Pasión. Y, debido a esas pocas figuras, Cristo, de un tamaño mayor que el natural, se destaca más aún: los dedos, casi lo más doloroso en esa encarnación del dolor, convulsivamente estirados y deformados, los pies asimismo traspasados por un clavo de enorme tamaño. Su cuerpo, todo él plagado de heridas, cuelga pesadamente de la cruz. La cabeza, con la tortura adicional de la corona de agudas espinas, está caída sobre el pecho. Sus labios, después de haber gritado el abandono de Dios, aparecen abiertos, sin sangre y sin vida. Un inaudito sermón de Viernes Santo, para cultos y para analfabetos a un tiempo.
“¡Ya basta! ¡Demasiado sufrimiento!” En el museo de Unterlinden, de Colmar, algunos se apartarán asustados, asqueados incluso, de esa imagen de tormento y aprobio. “También se puede exagerar el sufrimiento…” En esa pintura, sin embargo, no hay exageración alguna, y ante aquel crucificado, en tiempos de Grünewald, oraban no sólo los canónicos, en la sillería del coro, con todo el resto del personal, sino también, bien separados de ellos por el peligro de roce y de contagio, los más pobres entre los pobres. Atormentados, amontonados y deformes miraban a través de los gruesos barrotes de la reja, por encima de las cabezas de los clérigos, hacia su Señor sufriente. Eran leprosos, gente atacada por el terrible azote, por la “enfermedad ardiente”, por el “fuego infernal”, y cuyas deformaciones de rostro, dedos, piel y huesos no carecían de semejanza con las del Cristo de Grünewald. Oraban ante aquel Crucificado. Hasta finales de la Edad Media, los leprosos eran cruelmente segregados de la sociedad humana, desheredados muchas veces y en ocasiones hasta declarados muertos. Hacia el año 1200 Europa contaba con unas 20.000 leproserías, para aislar por la fuerza a los leprosos; una de ellas, aneja al monasterio de los antonitas, estaba en Isenheim, y allí, en la iglesia del hospital, se hallaba el retablo de Grünewald.
Es verdad que todo eso está superado, eso es sólo la devota y lúgubre Edad Media. La Reforma acabó con las imágenes de las iglesias, y muchas veces con la cruz, y todavía más nuestra Ilustración, con su espíritu optimista. También lo es que se han cometido abusos en la Iglesia con la cruz. Y eso hasta nuestros días.
Sí, es bien amargo, pero no puedo negarlo: desgraciadamente, lo más profundo y fuerte del cristianismo ha caído en descrédito a causa de aquellos “devotos” que, como decía sarcásticamente Nietzsche -hijo de pastor-, “se arrastran hasta la cruz”, encorvados, “oscuros y refunfuñadores y trashogueros” y, viejos y fríos, han perdido “toda valentía”. Y de ahí resulta que la expresión “arrastrarse hasta la cruz” signifique hoy, más o menos, plegarse, no atreverse, ceder, bajar silenciosamente la cerviz, inclinarse, someterse, entregarse. Y “llevar la propia cruz” significa someterse, humillarse, anonadarse, no abrir la boca, apretar los puños… La cruz, símbolo de cobardes e hipócritas, y precisamente en la Iglesia, en la que más de un jerarca, con una espléndida cruz adornándole el pecho, trata de justificar como “cruz que Dios envía” no sólo la represión causada por él sino también el celibato, la discriminación de la mujer, todo género de desgracias y hasta los hijos que no se desean.
¿Es eso lo que significa ir en pos de la cruz? No, en absoluto. Ir en pos de la cruz no significa según el Nuevo Testamento aceptar la falta de emancipación, ni tampoco es mera adoración litúrgica o mística meditación, ni tampoco el encuentro de la propia identidad, de manera esotéricosimbólica, haciendo consciente lo inconsciente, ni tampoco una imitación ética, literal, del camino de Cristo, quien, ésa es la verdad, no puede ser imitado. Ir en pos de la cruz no se refiere a la cruz de Cristo, sino que significa, simplemente, cargar con la propia cruz, que nadie conoce mejor que el propio interesado y que también implica, evidentemente, “la aceptación de sí mismo” y de la propia “sombra”. Seguimiento de la cruz significa seguir, con los riesgos de la propia situación y con la inseguridad del porvenir, el propio camino: eso sí, conforme a las indicaciones de aquel que ya recorrió antes el camino…
Y entonces no basta, como en nuestro credo, pasar por alto la vida pública de Jesús, su predicación y su actuación, y dar un salto, por así decir, de la Navidad al Viernes Santo. El credo tradicional -esto lo echan de menos hoy los cristianos conscientes -no contiene un sola palabra relativa al mensaje y a la vida de Jesús. Pero para comprender por qué murió Jesús de Nazaret, hay que comprender cómo vivió. Para entender por qué tuvo que sufrir esa muerte, hay que haber entendido algo de la época en que vivió. Para entrever por qué murió tan pronto, se tiene que haber entrevisto quién fue Jesús, qué defendió y contra quién habló y luchó. Quien prescinde de la situación político-social-religiosa de su tiempo, no podrá comprender bien a Jesús.
fuente: CREDO (HANS KÜNG)