Revista Ciencia

Del gen a la proteína: Un largo camino

Publicado el 19 noviembre 2020 por Rafael García Del Valle @erraticario

En los años 50 del siglo pasado se estableció un dogma que parecía iluminar toda la biología molecular y explicar de golpe gran parte de la complejidad de los seres vivos: “un gen, una proteína”.

Con esta concisión se expresaba que existía una relación directa y simple entre la secuencia de nucleótidos del ADN y la secuencia de aminoácidos de la proteína.

El dogma sigue siendo cierto a grandes rasgos, pero cada vez está más claro que la relación no es ni mucho menos tan simple y tan directa como se había supuesto. El proceso de expresión de un gen en una proteína requiere de una molécula intermediaria, el ARN-mensajero, que transcribe la información del ADN en el núcleo celular y se desplaza hasta el citoplasma, donde está situada la maquinaria que fabrica las proteínas. El inicio de la transcripción (abrir la cremallera del ADN en el momento justo y el lugar exacto para que se traslade la información al ARN) está dirigido por múltiples sustancias reguladoras.

La traducción del ARN-mensajero a la proteína requiere de 20 moléculas adaptadoras (el ARN de transferencia), que leen la información del ARN-m y captan y colocan en su lugar a cada uno de los aminoácidos. También requiere de una complejísima maquinaria altamente organizada de escala nanoscópica, el ribosoma, formado por varias clases diferentes de ARN y proteínas.

La complejidad de este mecanismo parece hundir sus raíces en los primeros momentos de la evolución de moléculas autorreplicantes. ADN y proteínas son sustancias que no tienen en principio nada que ver entre sí y parece necesario que exista un puente entre ambas. El ARN, que puede actuar no sólo como transmisor de información sino también como enzima con actividad catalítica, interactuando con otras moléculas, sería ese puente. Se piensa que primero existió un mundo biológico de ARN. La primera molécula autorreplicante sería el ARN (o quizá otra más antigua), y sólo más tarde el control fue asumido por el más estable y fiable ADN.

Por si toda esta complejidad fuera poca, hay un fenómeno que complica extraordinariamente las cosas, sobre todo en los organismos más evolucionados. Los genes suelen estar muchas veces fragmentados en el
cromosoma, con grandes tramos no codificadores entre los tramos que se leen. Antes se pensaba que los fragmentos intercalados eran sencillamente eliminados por un complejo enzimático llamado “spliceosoma”.

Las sospechas de que las cosas no son tan simples han surgido hace poco, cuando se consiguieron las primeras secuencias completas del genoma de diversos organismos. Con gran estupor se comprobó que los humanos tienen apenas unos pocos genes más que los gusanos y casi el mismo número de genes que un ratón (y además la mayoría de estos genes son idénticos).

La única explicación de cómo han podido formarse todas las proteínas humanas es que se produce una barajadura alternativa de los diferentes fragmentos codificadores. Combinados en diferentes ordenaciones, pueden dar lugar a diferentes proteínas funcionales (cada uno de los fragmentos codificadores suele traducirse en un “módulo” espacialmente independiente de la proteína).

Las posibilidades no acaban aquí: los segmentos intercalantes pueden en ocasiones incorporarse a la proteína final, los fragmentos codificadores pueden ser acortados o alargados, etc. Todos estos fenómenos se presentan muy profusamente en los primates y sobre todo en el hombre, lo que puede dar cuenta del gran número de proteínas que actúan en nuestros cerebros.

La inmensa mayoría de nuestro genoma está compuesto por fragmentos que no se traducen directamente a proteínas. Muchos de ellos producen ARN con función reguladora y otros son simplemente elementos genéticos móviles (o “saltarines”, como se les suele llamar), que se autorreplican por su cuenta y que producen múltiples copias que se instalan por todas partes en los cromosomas. Muchos de estos elementos saltarines acaban intercalados entre los genes y los que poseen determinadas secuencias pueden ser transcritos a ARN por la maquinaria enzimática del núcleo celular.

Tras todas estas complicadas tareas de edición y corte y empalme alternativo de los diversos fragmentos de un transcrito primario de ARN, muchas proteínas son sometidas a múltiples transformaciones enzimáticas después de su síntesis. Muchas sufren la adición de determinados residuos químicos que las guían hacia su destino celular final o que las marcan para que sean reconocidas por sus moléculas diana.

Como vemos, la naturaleza no nos ha puesto las cosas fáciles (si fueran más fáciles, quizá no fuera tan fascinante). El corte y empalme alternativo parece una prueba más, a nivel molecular, del modo cómo opera la selección natural: siempre echando mano de los elementos que poseen los organismos y buscando soluciones originales con las pocas opciones disponibles (aunque los resultados no sean tan perfectos como si un diseñador inteligente hubiera podido idear a los organismos desde cero, sin el lastre de su historia evolutiva).

El conocimiento de cómo actúan los mecanismos que realizan la edición alternativa de las proteínas puede abrir caminos para el tratamiento de múltiples enfermedades hereditarias y posibilitar la síntesis en el laboratorio de quizá hasta dos tercios de las proteínas que necesitamos para vivir.

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