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Del sentimiento áureo de la vida: pentagramas y flores místicas.

Publicado el 24 octubre 2013 por Rafael García Del Valle @erraticario

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El segmento rectilíneo comprendido entre dos puntos es, en geometría, el elemento más sencillo posible. De ahí, la operación más simple que se puede hacer a continuación es elegir un tercer punto cualquiera que haga surgir la idea de proporción: el vínculo que une dos cosas haciendo de ellas y de sí mismo un todo único, como dice Platón en el Timeo.

En Estética, las particiones simétricas son indeseables porque resultan en una “dualidad no resuelta”. Por su parte, de las infinitas particiones asimétricas, la más directa es la igualdad a/b = (a+b)/a.

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Se trata de la que Paccioli llamó “proporción divina” y Da Vinci denominó “sección áurea”: dividir una longitud en dos partes desiguales de tal modo que la razón entre la menor y la mayor sea igual a la razón entre ésta última y la suma de las dos (la longitud inicial).

El resultado es φ (phi), una relación presente en la naturaleza que determina, por el principio de economía, la manera más eficaz de generar una asimetría: un segmento que es 0,618 veces el segmento correspondiente a la unidad de la que deriva.

Siguiendo este principio de economía, φ se manifiesta como figura geométrica en el pentágono, cuya construcción y expansión que deriva en el pentagrama o pentalfa responde por entero a la relación áurea.

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Los pitagóricos, cuya filosofía se resumió hace unos cuantos posts, escogieron el pentagrama como “símbolo de la armonía viva y de la salud”, su santo y seña. Desde entonces, toda escuela de misterios que se precie lo tendrá como símbolo del microcosmos, del hombre que busca la armonía con el macrocosmos.

En su extensísima obra sobre estética, proporciones y secretos pitagóricos, el polifacético Matila Ghyka da cuenta de cómo, tras la caída del Imperio Romano y la conquista de Egipto por los árabes, el esoterismo de la geometría encontró en la arquitectura una de sus vías subterráneas para mantenerse vivo en las oscuras épocas por que habría de pasar Europa.

Los arquitectos serán los encargados de mantener viva la transmisión de los secretos de la proporción y la euritmia. Primero, durante la época del Imperio:

Una vía paralela de transmisión de procedimientos técnicos bajo la forma de secretos igualmente hereditarios era la constituida por las corporaciones o colegios de artesanos albañiles y talladores de piedras, cuya existencia en el mundo grecorromano, igual que su sistema de funcionamiento, son aseverados no sólo por sus menciones en crónicas o anales, sino por los textos legislativos.

(Ghyka, El número de oro II)

Estos colegios acabarán convirtiéndose en sociedades políticas secretas, lo que hará que César, según cuenta Suetonio, decida suprimirlos; todos “salvo los que subsistían desde remota antigüedad”.

Los colegios se extendieron por todas las regiones del Imperio y le sobrevivirían.

Pero es sobre todo en el mediodía de Francia donde los collegia romanos resistieron a las invasiones bárbaras y opusieron su liberalismo comunal al espíritu feudal llegado del Norte con los clanes de guerreros francos, visigodos, etc.

Estas organizaciones tenían, además de su orden técnico,

…a veces como anexos, y a veces como núcleos, cofradías religiosas con festividades anuales, ágapes, ritos, y estas cofradías estaban a su vez afiliadas a asociaciones funerarias de base cooperativa y ritual que desempeñaban un papel capital en la vida de los artesanos.

De aquellas organizaciones nacería el estilo gótico que levantó las catedrales de toda Europa durante dos siglos de frenética labor arquitectónica, artística e intelectual. Pero la historia es larga y compleja, y aquí sólo nos vamos a centrar en el sendero que en ella dejó el pentagrama como símbolo de vida.

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Los alquimistas del Renacimiento se seguirían refeririendo a la esencia del cinco, la “quinta-esencia”, como el elemento que permite trascender los cuatro aspectos materiales hacia el ser vivo, en la línea de la filosofía de Pitágoras:

El quinario resulta de añadir una unidad al cuaternario, es el símbolo de toda substancia material y sublunar y, normalmente, de todo lo compuesto de cinco partes; pues de la composición cuatripartita de la materia elemental surge toda substancia y naturaleza sensibles con un único acto substancial. Toda la masa universal de los cuerpos, o todo aquello que es sensible, contiene cinco cuerpos, cuatro elementos y el cielo, o la quinta esencia.

(Kircher, Aritmología)

El cuatro deviene extraño y desconectado; la simetría es imperfecta desde la perspectiva de la vida. Para que ésta cobre impulso, es necesario el leve desequilibrio de φ, la fuerza inflacionaria por la que el flujo vital vence las barreras que impiden su manifestación en la materia, dicen los herméticos. Un constante juego de equilibrios aglutinadores que consolidan una nueva fase de evolución para, a continuación, comenzar nuevamente el ciclo de inflación en un estadio superior. “La vida es, en física, una fuerza exterior que provoca la asimetría”, dice Ghyka.

En virtud del quinario, los pitagóricos accedían a la comprensión del alma. Lo consideraban el número circular o esférico, pues su construcción sobre φ permite al pentagrama reproducirse de manera fractal con enorme facilidad, designando así a la naturaleza que siempre vuelve sobre sí para regenerarse en un nuevo ciclo:

Aquí se manifiesta de nuevo la diferencia esencial entre la simetría hexagonal que corresponde perfectamente al equilibrio inerte (cuyos cauces ideales son: relleno del plano o del espacio, isotropismo, periodicidad estática, yuxtaposición del mismo motivo intercambiable, sin dirección favorecida), y la simetría pentagonal que introduce tanto en el plano (prolongación de las líneas del pentágono que engendra pentagramas cuyas dimensiones aumentan en progresión geométrica) como en el espacio (generación, abultamiento de los poliedros estrellados alternados a partir de un núcleo dodecaédrico), una pulsación en progresión geométrica, una periodicidad dinámica verdaderamente ritmada, que no sólo corresponde a un crecimiento cualquiera, sino al crecimiento perfectamente homotético, por el hecho de que toda pulsación en razón geométrica se puede considerar como la huella esquemática de una espiral logarítmica, curva ideal de crecimiento homotético, analógico”.

(Ghyka, El número de oro II)

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El pentagrama es el símbolo del amor y la euritmia en todos los campos de la realidad; es el movimiento armónico que subyace a la imagen del cuerpo humano en equilibrio, reflejo de salud y belleza; y se usará como símbolo de armonía y virtud del alma que está en consonancia con la música de las esferas, la sinfonía a través de la cual se manifiesta lo divino.

El hombre que se manifiesta por el pentalfa ignora la fama, el poder o las riquezas del mundo debido a la comprensión y compromiso que adquiere con la realidad superior a que accede; una realidad a la que sirve como medio de expresión y de la que no pretende ser servido.

Es así que la corriente de vida discurre ininterrumpida desde lo divino a lo humano anímico y finalmente a lo corpóreo, según revela Platón en el Timeo. Por todo ello, el pentagrama se usará como base para la expresión de todo lo sensible, ya sean figuras humanas, animales o vegetales.

En aritmología o mística del Número, participa, por una parte, de la esencia y la importancia de la Década por su mitad y su imagen condensada, pero es también el […] Número de Afrodita, diosa de la unión fecundadora, del Amor generador, arquetipo abstracto de la generación. Cinco es en efecto la combinación del primer número par, femenino, matriz, escisípado (Dos, díada) y del primer número impar (masculino, asimétrico) completo (Tres, triada).

(Ghyka, El número de oro I)

La asociación del número cinco con Afrodita nos lleva a otra identificación de gran importancia durante el Gótico: el uso del pentagrama como base para la construcción de la “rosa mística”. Es esta una figura que cruzará la historia con la ayuda de las mismas tradiciones custodias del pentagrama.

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Así, de las diosas del amor grecolatinas pasará a la literatura gnóstica, cuyo ejemplo más conocido es El asno de oro, en que Apuleyo narra la historia de Lucio quien, para dejar de ser el asno en que se ha convertido y volver a su forma humana, habrá de comer las rosas que porta un sacerdote de Isis. Finalmente, la rosa mística será guardada en el velo de la María cristiana y prestará su imagen a todo aquel que la quiera usar.

No son las rosas frívolas de Cátulo, que se deshojan en los lechos de los poetas de la decadencia latina, sino las rosas célticas, vivaces y altivas, no desprovistas de espinas y cargadas de un suave simbolismo: la del Roman de la Rose con que Guillaume de Lorris y Jean de Menug hacen el misterioso tabernáculo del Jardín de Amor de la Caballería, rosa mystica de las letanías de la Virgen, rosas de oro que darán los Papas a las princesas merecedoras, la inmensa flor simbólica, en fin, que Beatriz muestra a su fiel amante al llegar al último círculo del Paraíso, rosa y rosetón a la vez en que René Guénon ve la primera aparición (y un enlace con la blanca milicia de los templarios) de lo que será la Fraternidad de los Rosa-Cruces. […] Flor de cinco pétalos como la del escaramujo, su hermana salvaje, ya sea heráldica como la rosa roja de York y la rosa blanca de Lancaster, mística, como la rosa de oro y la Rosa-Cruz, la flor de amor de la Edad Media es gráficamente una imagen floral del quinquefolio, rosetón de cinco ramas, suavizada variante de nuestro viejo pentagrama de armonía.

(Ghyka, El número de oro II)

La asociación del término “rosa” con un tipo concreto de planta es cosa de hoy; cuando se indaga en el pasado, descubrimos pronto que en realidad estamos enfrentándonos a las miles de variedades de rododendros, azaleas, lirios e incluso tulipanes que abundaban entre la Europa oriental y el Asia más próxima.

Es, por ejemplo, el caso de la bíblica rosa de Sharon, cuya identidad es discutida y atribuida a alguna que otra especie de tulipán, de lirio o a la denominada rosa de Siria. Y esta última, por cierto, es una de las candidatas al aristocrático privilegio de ser la auténtica rosa tras el símbolo de las casas de York y Lancaster. Sucedáneos derivados éstos, otra vez por cierto, de la antigua casa de Plantagenet, apodo con el que se conoció al padre de la saga, Geoffrey de Anjou, porque gustaba de llevar consigo, según cuentan que dicen que daban por cierto, una planta de genista, de cuyas características botánicas nos podría interesar, quizás, una en concreto: sus cinco pétalos amarillos…

En realidad, si queremos hallar el lugar común que unifica a tanta planta sub species aeternitatis, hemos de jugar a las etimologías y remontar los trillados e insulsos, en esta ocasión y sólo porque los hemos desgastado, mundos latino (rosa) y griego (rhodon), y sumergirnos en la lengua madre de que nacen: el indoeuropeo *wrdh-, “crecer”; y en su origen proto-indoeuropeo, *wrt, “raíz”. Aquello que, acogido y alimentado en el útero terrestre, desenvuelve y sostiene la vida.

Y entonces entenderemos por qué la “rosa”, no la rosa de hoy, sino la rosa presente en todos los tiempos y lugares, la flor que vieron los humanos desde los climas más calidos hasta la que sobrevive en las más frías alturas o en las planicies más septentrionales,  es el símbolo del amor en cualquiera de sus variantes, de la vida manifestada.

Y por qué un número, el cinco, es la cualidad esencial de esta flor en la imaginería esotérica, su equivalente abstracto, la mente que sostiene todo sentimiento, después de que unos tipos hace 2500 años, cuando menos, supieran que en la matemática de este número, la matemática de φ, está el secreto para la expansión de todo lo que vive.

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Pero, antes que todas estas asociaciones tuvieran lugar, hubo una que quedaría plasmada en los cielos para servir de modelo a cada  tradición en particular y sobrevivir a todas ellas en general. Será por azar, o no, que todas las civilizaciones atribuyeron las energías de la diosa del amor a un planeta que se encuentra con la Tierra cada ocho órbitas de las nuestras y trece de las suyas: Venus, la antigua estrella Nindaranna de los babilonios, consagrada a la diosa Ishtar.

Diosas del amor, pero también de la guerra; como la flor tiene su contrapartida en su arbusto de espinas.

Debido a que la relación 8/13 se inscribe en la serie de Fibonacci, que se rige por φ, el resultado al final de sus encuentros es un ciclo por el que se dibuja un pentagrama circunscrito en sus órbitas alrededor del Sol.

Quizás el secreto de todo se revele cuando alguien dé con la clave que subyace a ese misterioso número por el que existe nuestro universo: la constante de estructura fina, cuyo valor es 137; el número que determina la probabilidad de que un electrón emita o absorba un fotón. Esa acción es el origen de la realidad tal y como la conocemos.

Uno de los padres de la mecánica cuántica, Wolfgang Pauli, se obsesionó tanto con este número que, de poder hacerle una pregunta a Dios, la suya sería: “¿Por qué 137?”

Gracias a su amistad con Carl G. Jung, Pauli supo que 137 se aproxima al valor del ángulo áureo, la versión circular de φ.

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137 es el ángulo que determina el desarrollo en espiral de la naturaleza: todo lo que se conforma según esa figura, como las hojas dispuestas alrededor de un tallo, se estructura según el ángulo áureo.

Pero hay algo más que podría justificar esa pregunta a Dios: 137 es el valor numérico del término hebreo “kabbalah”, la ciencia hermética que explica la transmisión de la Luz desde lo divino a lo humano.

¿Casualidad…? ¿Sincronicidad…?

¿Quizás causalidad…?

Puede que la ciencia de los siglos XX y XXI nos esté devolviendo, lejos de sus sueños de progreso lineal y creciente infinito, llevada por un mismo ritmo en ciclos renovados y expandidos de conocimiento, a un mismo lugar con diferente decorado, al arte que ignora por inútil y a la filosofía que desprecia por supersticiosa.

Hasta que, en algún momento del futuro, o del pasado, los tres se descubran uno.

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