Publicado originalmente en Cinearchivo:
http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=1141
Alexander Mackendrick en La Esbilla:
http://esbilla.wordpress.com/category/alexander-mackendrick/
Alexander Mackendrick dirigirá Mandy para la Ealing tras El hombre del traje blanco (1951) y Whisky a go-go(1949), dos comedias rebosantes de esa humanidad y bonhomía marca de la casa que acreditaron la efectividad del director, mostrando algunas de sus señas de identidad: la ironía afilada disfrazada de retrato amable y su capacidad de observación. Unas características que nunca le abandonarán y fue aguzando en trabajos tan crueles como Chantaje en Broadway (1957) o en la «anti-comedia» No hagan holas (1967), reverso despiadado de la California triunfal y soleada. El éxito de esos trabajos le permitirá hacer algo distinto, la introducción de un elemento que definirá gran parte de su carrera desde aquí: la mirada infantil.
El autor no trata a los niños como adultos, ni como a idiotas. Los trata como a niños. Su cámara obedece los preceptos de John Ford; se coloca a la altura de la mirada. Los encuadra desde su mismo plano, la imagen responde a un punto de vista físico donde los adultos significan una mano amistosa que coger o un cuerpo protector tras el que esconderse. Un logro conseguido mediante una mezcla de observación y comprensión profunda, de la cual nace una capacidad de penetración psicológica y una sensibilidad asombrosa, propicia para recrear y transmitir una mentalidad infantil sin adulterar. Con toda su compleja forma, su absurda lógica y su belleza cruda. Un triunfo actualmente solo equiparable al magisterio de Hayao Miyazaki, en especial en la emocionante pureza de esa obra maestra que es Mi vecino Totoro (1988).
Quizás fue esta posibilidad de introducir una personal (y rigurosa) visión de la infancia la que llamó la atención del director sobre la novela The Day Is Ours (1948) de Hilda Lewis, escritora especializada en libros infantiles e históricos cuya obra desconozco por completo y que sirvió para dar ese primer paso en un universo que alcanzaría su cumbre en la monumental (y a la vez extrañamente ligera) Viento en las velas (1965) sobre otra novela largamente acariciada, Huracán en Jamaica (1929) de Richard Hughes, a la cual finalmente lograba superar en su forma fílmica, a través de una descarnada reflexión sobre la naturaleza humana, la falsa inocencia y los roles de dominio y poder con forma de cuento para adultos rico en detalles malsanos. El crepúsculo de un género y de un tiempo mostrado con un desenfadado aspecto de fábula cruel.
Mandy exhibe formalmente la sutileza de Mackendrick, con ejemplos de puesta en escena y narrativa tan sencillos como el golpecito de una bola de papel para relacionar el ensimismamiento de Christine Garland (excelente Phyllis Calvert) y la sordera de su hija (Mandy Miller), la diferente visualización de los primeros encuentros con otros niños (en el del parque, una cámara móvil convierte el juego en una experiencia terrorífica; en cambio, el segundo en la escuela será resuelto con un sereno plano medio), la ingeniosa utilización de un sonido amortiguado durante los ataques de la pequeña que da nombre al film, un silencio asfixiante que sólo puede ser roto por la violencia y, por supuesto, la aparición, casi pudorosa, de la emoción genuina y el entusiasmo del aprendizaje. Todo ello mostrados con una limpieza sentimental similar a la futura El pequeño salvaje (1969) de François Truffaut.
Pero este título introduce más novedades en la evolución del director y en la misma Ealing, prefigurando la eclosión del free cinema en su naturalista retrato sociológico, un proto-kitchen sink drama con un poco de «angry» y mucha comprensión que muestra como la sinceridad de una serie de trabajos de posguerra de cineastas como el propio Mackendrick, Robert Hamer o Basil Dearden tendrían tanta importancia en el renacimiento estético y ético del realismo social como la labor documentalista de John Gregson o Harry Watt, contando como intersección la personalidad, formidable del brasileño Alberto Cavalcanti.
Se desliza, además, la sordera como metáfora, nada grosera, de la incomunicación vital: Mandy no puede, pero su padre (un buen Terence Morgan) no quiere. Bloqueado y pagando su propia frustración, hasta el punto de forzar una crisis en la pareja cuando su esposa decida buscar la oportunidad que su hija necesita. Esta decisión implica toda una liberación femenina e introduce un segundo personaje masculino, el abnegado profesor encarnado por el siempre espléndido Jack Hawkins (una elección clarividente: un físico rotundo y áspero en contraste con la delicadeza que exhibe para con los niños) que supondrá una rivalidad para el marido, no tanto de índole romántica (o sexual) como paternal, un hombre capaz de proporcionar a su hija exactamente lo que necesita: una voz.
La temática ni se agota en la sordera de una niña, ni deriva en el psicodrama sobre la pareja o se limita a pormenorizar la tarea escolar; Mackendrick nunca lo permite. No es cine de tesis, sino una película vitalista que deja lo mejor para el final: una secuencia análoga al primer encuentro en el parque, solo que ahora el juego no es terror sino felicidad, comunicación en lugar de bloqueo. Toda la escena de la decidida incursión de Mandy en el patio donde se reúnen los otros niños está encuadrada desde una puerta entreabierta, desde una rendija de esperanza. Al final, Mandy pronuncia su nombre y con ello asume/reconoce su identidad individual; porque los nombres tienen poder: el de la existencia.•