Cela había sido tan retratado en diarios y revistas que no me sorprendió físicamente. Sí me llamó la atención su delgadez, que no guardaba proporción con sus manazas y sus brazos verdaderamente musculosos. El festejo consistía en comer en un restaurante del Madrid viejo, charlar un rato de lo divino y de lo humano y volvernos por donde habíamos venido. Sin embargo, yo observaba en Luelmo (Delibes se refiere al poeta Pepe Luelmo, vallisoletano como él) una actitud de desconfianza, como si Cela y yo no fuéramos a congeniar o temiese que aquél saliera con una boutade fuera de tono que destrozara la reunión . Y en efecto, a media comida, después del hablar del Nadal, de La sombra del ciprés y del Pascual Duarte; Camilo que probablemente no encontraba en mí el carrete deseado, me dijo con la mejor de sus sonrisas: «Digo, que si tú tienes costumbre de j… después de comer por mí no te prives». No me hizo mella la puntada porque la esperaba. Cela había venido a ser un competidor de Dalí que, según decían, había roto de un paraguazo la luna del comercio más elegante de la Quinta Avenida para decir que era un gran pintor y en Nueva York nadie le hacía caso. Me quedé mirando a Cela con cierta sorna: «Por favor -le dije-, si tú tienes esa costumbre, cumple y no te preocupes de nosotros. Pepe y yo te esperaremos donde digas y a la hora que nos digas». La cosa quedó resuelta pero no a satisfacción de Cela, que debió de observar que su impertinencia no había causado la impresión que esperaba. Luelmo volvió un poco la cara para que Camilo no le viera reír y éste se esforzó, sin unción alguna, en convencerme de que aquello que me había propuesto era una costumbre muy extendida entre los jóvenes escritores. Con el tiempo me di cuenta de que, como decía Paco Pino, había plantado cara a Cela sin pretenderlo y esto no dejaba de ser importante, que Camilo solía escoger sus huestes de aduladores entre los jóvenes aspirantes a escritores que celebraban acobardados la agresividad o el desabrimiento de sus envites. Yo quedé de pie y él desconcertado. Aquello de que yo «no j…después de comer» pero él podía hacerlo tranquilamente, según su costumbre, le dejó fuera de juego.
Mi posición de independencia se afianzó cuando C.J.C. empezó a construir una casa en Palma de Mallorca, con la idea de editar en ella «la mejor revista del mundo », Papeles de Son Armadans, cuyo número 1 salió, en efecto, meses más tarde. Cela, que sentía cierta atracción por el dinero, no daba un paso que no considerase bien pagado, y en mi relación con él, adopté su misma postura. Así, cuando me pidió colaboración para Papeles cuyo número inicial preparaba, y a mi pregunta de cómo pagaba, me contestó que de momento eran pobres de solemnidad pero, con el tiempo, pagarían como el mejor, le contesté muy cordialmente que cuando pasasen las dificultades económicas y pagara como el mejor, volviera a escribirme sin falta, puesto que me agradaría mucho escribir en su revista. Pero esa carta nunca tuvo contestación.
Otra actividad divertida de Cela, bien recibida por lo general, era la costumbre de elegir un bebedor ilustre para conversarse con él una botella, como dicen los chilenos. Empezó con Picasso y Miró, que eran de la casa, y ellos sirvieron de cebo para notables aventuras posteriores. Camilo se presentaba en París con tres botellas de Vega-Sicilia y se las conversaba con tres famosos haciendo constar en la etiqueta la fecha y el colega consumidor. El fin del negocio no sé si lo produjo Sartre u otro por el estilo. El caso es que Cela recibió la botella embajadora de vuelta y sin tocar mientras aguardaba en el portal y con una minuta que decía: «Muchas gracias por la botella pero me gusta saber con quién comparto mis vasos».Miguel Delibes.
(España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela. Ediciones Destino, 2004).